C: 27 - NI POR SER HALLOWEEN

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Hogwarts-

—El otoño había llegado con toda su fuerza a los terrenos de Hogwarts. Las hojas, antes vibrantes en verdes luminosos, ahora formaban un tapiz crujiente de dorados, ocres y rojos intensos que cubría cada rincón del castillo.

El viento frío soplaba con suavidad a través de los enormes ventanales, colándose entre las fisuras de las paredes de piedra y recordándole a todos que Halloween había llegado. Era una fecha especial en el colegio, una mezcla perfecta entre lo mágico y lo festivo.

Los pasillos se encontraban decorados con guirnaldas de calabazas encantadas, flotando en lo alto y brillando con tenues destellos anaranjados que iluminaban los rincones más oscuros.

Las risas de los estudiantes más pequeños resonaban en cada rincón. Para los de primer y segundo año, era su primera oportunidad de experimentar el auténtico Halloween en Hogwarts, y sus ojos brillaban de emoción al contemplar los pasillos adornados, las gárgolas que susurraban bromas, y los fantasmas que se deslizaban juguetonamente por las paredes, burlándose de cualquiera que se cruzara en su camino.

En el Gran Comedor, el festín de la mañana estaba siendo preparado, con los platos ya llenos de comida. Los profesores, aunque intentaban mantener la compostura habitual, no podían evitar sonreír más de lo usual, dejándose contagiar por la energía festiva del día.

Incluso la profesora McGonagall había sido vista lanzando una sonrisa tenue, y Hagrid, en su rincón habitual, intercambiaba carcajadas con algunos estudiantes, su inmensa mano alzando una jarra de jugo de calabaza como si fuera una pequeña copa.

Pero los de tercero en adelante tenían otros asuntos en mente. Desde que el sol apenas había comenzado a asomar tímidamente entre las nubes, los estudiantes mayores se preparaban para una de las experiencias más esperadas del año: su salida a Hogsmeade.

Para muchos, era la última vez hasta después de Yule que iban a experimentar la pequeña aldea mágica, un lugar lleno de tiendas encantadoras, dulces irresistibles y rincones mágicos que no existían en ningún otro lugar.

Se alistaban con entusiasmo, revisando sus ropas y asegurándose de que cada detalle estuviera perfecto. Las conversaciones giraban en torno a los lugares que querían visitar, qué dulces comprarían en Honeydukes o si tendrían tiempo para una cerveza de mantequilla en Las Tres Escobas.

Donker Riddle, sin embargo, no compartía ese entusiasmo. Desde su posición en los corredores que llevaban a la lechucería, su expresión era tranquila, casi fría, como el viento que barría los pasillos exteriores.

Mientras observaba a los demás estudiantes prepararse con tanto esmero, una punzada de frustración se alojaba en su pecho. Halloween no significaba mucho para él, excepto el recordatorio de que, una vez más, no tenía permiso para salir de Hogwarts.

Donker no era como los demás estudiantes. No era solo que su apellido, aunque oculto de la mayoría, cargaba una sombra que lo separaba de los demás.

Era también que, siendo huérfano, no tenía a nadie que firmara esos pequeños detalles burocráticos, como el permiso para ir a Hogsmeade. Y por supuesto, cualquier intento de persuadir a los profesores había sido en vano.

Estaba acostumbrado a ello, pero eso no lo hacía menos molesto.

Se ajustó la chaqueta gris oscura que llevaba sobre su playera negra. Aunque la vida en el orfanato no le había dado mucho, Barty se encargaba cada verano de asegurarse de que Donker tuviera ropa decente para enfrentar el año en Hogwarts.

La ropa que vestía esa mañana era más elegante de lo que se esperaría de un chico de catorce años que vivía en un orfanato muggle. Llevaba unos pantalones oscuros un poco ajustados, de lana, que le protegían del frío, y una bufanda verde esmeralda que contrastaba con la grisácea atmósfera que envolvía el castillo.

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