Me incliné hacia adelante, tratando de ver qué era lo que se movía bajo esas telas empapadas en sangre negra y esa sustancia viscosa.
Entre las piernas de Irene, estaba algo que en un primer momento parecía un bebé, pero no lo era... al menos no del todo.
Su piel era blanca, casi translúcida, haciendo contraste con el cabello negro intenso que cubría su pequeña cabeza. Sus ojos, abiertos desde el momento en que salió, eran lo más llamativo, un rojo profundo, como si se hubiera llenado de la misma sangre que Irene había derramado. Eran dos pozos escarlata que no parpadeaban, con una intensidad casi hipnótica. No había inocencia en esa mirada, solo algo… primigenio, como si pudiera ver más allá de lo visible, directo a mi alma.
Su cuerpo pequeño estaba cubierto de esa misma sustancia viscosa que se derramaba del saco amniótico rasgado, colgando en jirones. El cordón umbilical, aún conectado a su ombligo, parecía más oscuro de lo normal, casi negro, como si hubiera sido infectado por la misma esencia que se había regado en toda la cama.
Pero lo que más me impactó fue cuando se movió. Demasiado rápido para un recién nacido. Era como si estuviera impulsado por algo más. Se puso boca abajo, su pequeño cuerpo temblando, y comenzó a trepar por la pierna de Irene, usando las sábanas como apoyo, como un ser que sabía lo que hacía, como si fuera consciente desde el primer segundo. Se movía con una energía inusual. Sin apenas esfuerzo.
Pero lo más extraño eran las alas. No estaban fusionadas a su cuerpo como una parte natural, sino que parecían estar formadas por la misma sustancia oscura del virus. Estaban sobrepuestas, pegadas a su espalda, como si la materia viva lo envolviera en lugar de ser suya. Al moverse, las alas se contrajeron y se expandieron, como si tuvieran vida propia.
La masa en su parte íntima era igual de desconcertante, no del todo definida, como si aún estuviera formándose o esperando a transformarse en algo más. Era una mezcla entre carne y aquella sustancia negra.
Se arrastró por su vientre como si buscara algo, y entonces, cuando llegó a su pecho, se acurrucó en posición fetal, como cualquier recién nacido lo haría. No podía dejar de observar cómo sus manos pequeñas y pálidas se aferraron a su piel, buscando refugio, protección.
El doctor me pidió que lo asistiera para cortar el cordón umbilical. Asentí en silencio, sin perderlo de vista. Me puse los guantes que me ofreció mientras él preparaba el instrumental, concentrado. No podía arriesgarme a tocar a esa criatura directamente, no sabíamos cómo reaccionaría. Me aseguré de que el doctor estuviera listo antes de mover mi mano hacia el bebé.
Apenas mis dedos rozaron el aire alrededor de su diminuto cuerpo, levantó una de sus pequeñas manos y me golpeó, no con fuerza, pero lo suficiente para que me detuviera. Fue un golpe rápido, como una advertencia. Me alejé instintivamente, sintiendo el impacto más en mi orgullo que en mi mano.
Claro, sacó el carácter de su madre. No pude evitar sonreír para mis adentros.
El doctor y yo logramos manejarnos con cuidado. No movimos mucho al bebé, ya que seguía aferrado al pecho de Irene, y cada intento de separarlo parecía inútil. El doctor me ayudó a cambiar la ropa de cama, retirando las sábanas manchadas y limpiando a Irene con paños húmedos, intentando recoger todo el sucio posible. Ella no se movía, apenas un leve temblor en sus labios, y cada tanto dejaba escapar un pequeño suspiro.
Cuando terminamos, coloqué una sábana limpia y fresca sobre ellos, cubriendo con cuidado tanto a Irene como al bebé, que se negaba a separarse de ella. El doctor me indicó que lo mejor era dejarlos descansar. Irene necesitaba recuperarse, y el bebé, aunque no se dejaba examinar, estaba activo y con energía, lo que era buena señal.
Fueron horas largas, y el agotamiento comenzaba a pesarme. Me recosté junto a Irene, sin acercarme demasiado, pues el bebé no apartaba la mirada de mí. Era extraño, casi perturbador. ¿Por qué me miraba así? ¿Acaso me veía como una amenaza?
—¿Por qué me miras así? —le susurré—. Soy tu papá.
En ese instante, el pequeño levantó su diminuta mano y, con toda naturalidad, me mostró el dedo del medio. Parpadeé, sorprendido, y justo cuando intentaba procesar lo que acababa de suceder, desperté de golpe.
Me senté bruscamente en la cama, el corazón latiendo con fuerza. ¿Había sido un sueño?
Miré hacia mi lado, y ahí estaban los dos. Irene abrazaba al bebé entre sus brazos, ambos con los ojos cerrados. Él se alimentaba de su pecho, buscando el calor de su madre, sus manos abriéndose y cerrándose. Me quedé en silencio, sin atreverme a moverme.
El doctor, desde el otro lado de la habitación, me hizo un gesto con la mano para que no interrumpiera. Los observé, completamente absorto, cómo el pequeño se acomodaba en su pecho, buscando su protección y calor.
Irene, siempre tan reacia, tan distante, lucía maternal y cálida, algo que jamás imaginé ver. Mi corazón se agitó, conmovido por lo que tenía frente a mí.
¿El resto de nuestros hijos correrán la misma suerte? ¿Podrán conocer esta faceta de su madre? ¿Recibir ese calor, esa atención que tanto necesitan de ella?
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Hate Me
Любовные романыTras años de buscar venganza, Irene Matthews descubre que hay misterios más oscuros que su propio pasado. Jedik Marcone, un hombre ligado a secretos prohibidos, la arrastra a una realidad donde fuerzas invisibles mueven los hilos del destino. Mientr...