CAPÍTULO OCHENTA Y SEIS: JEDIK MARCONE

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Había sido un proceso agotador. Estos días han sido insoportables. Irene no me dirige la palabra, mi hijo está distante, encerrado en su propio mundo. 

Hice una oferta tentadora, reuniendo varias candidatas que evaluaría personalmente. En entrevista tras entrevista, fui evaluando cada rasgo, cada actitud, y cada mirada. Las candidatas desfilaban ante mí, presentándose con una mezcla de formalidad y nerviosismo. La mayoría no lograba convencerme en lo absoluto, eran demasiado delicadas, con cuerpos frágiles o una disposición emocional que, a simple vista, no soportaría lo que requería para cuidar a mi hijo. Necesitaba a alguien resistente, alguien a quien pudiera controlar y que, idealmente, no tuviera más vínculos personales que dificultaran su compromiso.

Hasta que apareció ella.

La mujer entró con pasos lentos, su figura rellenando la pequeña sala de entrevista. A primera vista, dudé. Era obesa, y no estaba seguro de que su apariencia atrajera a mi hijo en absoluto, pero sus credenciales y situación personal la hacían una candidata ideal. Según la investigación, tenía 27 años, vivía sola, sin familia cercana, sin hijos, y su situación económica era, para decirlo de manera suave, un desastre. Estaba en esa etapa donde un contrato como el que le iba a proponer sonaría como una oportunidad de rescatarse de sus propias ruinas. Además, parecía profesional y tenía experiencia cuidando personas en diversas condiciones. Lo esencial era que no tenía a nadie más, y ese tipo de vulnerabilidad era exactamente lo que necesitaba para lo que estaba por proponerle. 

Me senté frente a ella y noté su expresión, una sonrisa cálida y amable, algo a lo que no estaba acostumbrado. Decidí comenzar la conversación rompiendo esa amabilidad con un toque de seriedad.

—Srta. Melanie Estrada, ¿correcto?

—Sí, señor Marcone. Agradezco mucho la oportunidad.

—Muy bien, como sabe, estoy buscando a alguien para un trabajo… delicado. Cassian, mi hijo, ha pasado por una pérdida importante. Necesita no solo atención, sino alguien que realmente lo ayude a estabilizarse emocionalmente—expliqué, observando cómo sus ojos se iluminaban con interés genuino.

Ella asintió, mostrando su disposición para escuchar más.

—Para ser claro desde el inicio —continué—, este es un contrato que requerirá su total compromiso. No habrá renuncias, ni cambios de opinión. Una vez que acepte, será absolutamente confidencial, y deberá ceñirse a lo que establezca el acuerdo en su totalidad.

La observé atentamente para ver su reacción ante la seriedad de mis palabras. Sin embargo, su rostro apenas titubeó; parecía más interesada que asustada.

—¿Tiene alguna pregunta antes de continuar? —le pregunté.

—No, señor Marcone, entiendo la importancia de la confidencialidad. Y estoy dispuesta a cumplir con lo que usted necesite—respondió con firmeza, lo que me hizo pensar que no sería difícil manejarla.

Le hice una seña para que tomara asiento frente a mí y coloqué el contrato sobre la mesa entre nosotros.

—Voy a explicarle cada punto para asegurarme de que comprenda lo que está aceptando—le dije, deslizando el contrato hacia ella—. Primero, este contrato establece una cláusula de confidencialidad total. No podrá compartir con nadie, bajo ninguna circunstancia, los detalles de su trabajo.

Tomó el contrato entre sus manos, asintiendo con una expresión seria.

—Lo entiendo completamente. He trabajado en otros lugares que requieren discreción.

—Bien—asentí—. Segundo, este es un contrato indefinido. No hay una fecha de terminación y, una vez que comience, no podrá rescindirlo. Solo yo tendré la facultad de dar por terminado el acuerdo, si considero que no es adecuada para el puesto.

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