Aprovechando la oportunidad a solas con el doctor, me giré hacia él.
—¿Hay alguna posibilidad de que usando preservativos Irene no quede embarazada? Cada vez que pienso en acercarme a ella de nuevo, recuerdo el parto, sus ruegos, su llanto… Y una barrera mental se levanta automáticamente entre nosotros. No puedo permitir que vuelva a pasar.
—Podría servir. Solo que no es seguro al cien por ciento. El virus que ambos portan tiene microorganismos que pueden corroer el material del preservativo.
Carraspeé, incómodo ante la respuesta. Esa no era la solución definitiva que esperaba escuchar. No quería volver a pasar por lo mismo, no quería verla sufrir de nuevo. Cada vez que intentaba hacer un movimiento hacia ella, las imágenes de su dolor me frenaban. Estábamos durmiendo en cuartos separados, encontrándonos solo cuando coincidíamos con los niños o en los pasillos de la casa. Todo era distante, y esa distancia era cada vez más insoportable.
—¿Y... en la boca no hay riesgo de embarazo? —le pregunté, sabiendo que era una pregunta ridícula, pero en busca de cualquier opción que me diera un poco de paz mental.
Negó con la cabeza, esbozando una leve sonrisa, como si supiera exactamente por qué lo estaba preguntando.
—No —respondió con seguridad—. No hay riesgo de embarazo por ese lado, pero con tu puntería, no dudo que tus espermatozoides atraviesen el estómago y lleguen a donde deben ir.
—¡No me jodas! ¿Y un procedimiento más definitivo? ¿Algo como una ligadura para evitar que vuelva a quedar embarazada?
—Podría ser una opción—respondió—, pero tampoco sabemos si sea efectivo. Si el virus pudo crear un aparato reproductor similar a una matriz, no podemos descartar la posibilidad de que ese procedimiento no sea eficaz.
Habíamos terminado de cenar, estábamos sentados en la sala, discutiendo sobre Cassian y su reciente comportamiento, cuando mi concentración se desvaneció en un instante cuando levanté la mirada hacia las escaleras.
Ahí estaba Irene, bajando lentamente, escalón por escalón, con unos tacones bajos que resaltaban el leve sonido de su andar. Vestía un traje casual, de esos que difícilmente se encuentran en su armario, pero que realzaba cada una de sus curvas con una naturalidad que me desconcertó. El vestido, un tono entre azul y gris que contrastaba perfectamente con su piel, caía hasta la altura de las rodillas, ajustado en la cintura, pero suelto al final, permitiendo que se moviera con una gracia que pocas veces había visto.
El escote era profundo, no vulgar, pero sí lo suficiente como para atraer miradas, mostrando lo justo para mantener cualquier pensamiento decente colgando de un hilo. Su clavícula parecía esculpida por manos expertas, y la suave fragancia que dejaba en el aire casi me hizo perder la cabeza. Era un perfume embriagador, uno de esos aromas que se te quedan en la piel y bien grabados en la memoria.
Su cabello estaba recién lavado, mojado, cayendo con suavidad sobre sus hombros. No llevaba un peinado elaborado, solo el mismo estilo suelto que dejaba ver la frescura de quien acababa de salir de la ducha. El maquillaje era natural, bastante sutil, pero lo suficiente como para resaltar la intensidad de sus ojos y el tono suave de sus labios. Nunca la había visto así, llena de esa esencia femenina que parecía escapar por cada uno de sus poros. La última vez que la vi con un vestido fue en aquel probador, cuando estuve a punto de tomarla allí mismo, de hacerla mía.
Bajó el último escalón y se detuvo, sin mirarnos directamente al principio. Parecía estar en su propio mundo, completamente consciente del efecto que estaba causando sin siquiera intentarlo. Y entonces, como si apenas notara mi presencia, se giró hacia mí, sus labios formando una línea casi divertida.
—Iré a tomarme unas copas. Odio el encierro. Si quieres venir, hazlo rápido. No esperaré por ti todo el día.
La antena, que había estado con fallas y problemas técnicos, se levantó de golpe, como si de repente recibiera una señal clara y precisa. Por un momento, me quedé mudo. No solo por lo que dijo, sino por la forma en que lo dijo, por la manera en que se movía, con ese trasero endemoniado, por todo lo que esa mujer podía hacer con una simple mirada o con su típica y fingida indiferencia.
Una parte de mí quería seguirla al instante, como perro detrás de su amo, la otra no estaba tan segura de si debía actuar como un maldito desesperado. Pero lo cierto es que no podía ignorar lo que acababa de suceder. Todo el autocontrol que había logrado mantener hasta ese momento, definitivamente se había ido a las pailas del carajo.
El doctor me puso la mano en el hombro, quitándose con la otra los espejuelos.
—Ay, Jedik, ten presente nuestra conversación y ahorrame trabajar horas extras, ¿quieres?
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Hate Me
RomanceTras años de buscar venganza, Irene Matthews descubre que hay misterios más oscuros que su propio pasado. Jedik Marcone, un hombre ligado a secretos prohibidos, la arrastra a una realidad donde fuerzas invisibles mueven los hilos del destino. Mientr...