CAPÍTULO OCHENTA Y DOS: JEDIK MARCONE

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Esto podría tornarse peligroso.

La guié hacia mi despacho en la planta superior. Mientras caminábamos, la botella y las copas permanecían en mis manos; esta noche parecía inclinarse en nuestra dirección, y no iba a desperdiciar la oportunidad. Abrí la puerta, permitiéndole pasar primero, y observé cómo, una vez dentro, ella paseaba la vista, explorando el lugar como si quisiera descubrir algo en cada rincón.

Me apoyé en el escritorio mientras ella inspeccionaba a su alrededor, tomándose su tiempo. Yo llené las copas una vez más, dejándolas a un lado, por si se le antojaba.

De pronto, noté que había fijado su atención en el cuadro de mi madre y de mí, uno que había dejado descuidadamente sobre el escritorio hace tiempo.

—Hace meses que no vengo—dije, en tono casual, viendo cómo su mano se deslizaba por el marco—. Y menos para hacer una limpieza.

Ella, aún de espaldas, giró el rostro apenas lo necesario para mirarme de reojo. 

—¿Cómo era tu madre contigo? 

Su extraña pregunta me pilló por sorpresa. 

—Buena—respondí, pausado—. Dedicada, amorosa, justa… o al menos eso me hizo creer por muchos años.

Se quedó en silencio, y en su mirada parecía haber algo más. 

—¿Por qué nunca me dijiste que Killian era tu hermano?

—Porque no lo supe hasta hace unos años. Ella me lo había ocultado. Además, no es como que ese dato haga alguna diferencia. 

Se giró para verme directamente, con una seriedad inusual en su expresión.

—¿Y nunca has considerado hacer las paces con él?

Su pregunta me hizo tensar la mandíbula. La imagen de Killian, esa figura que había sido poco más que una sombra antes de enterarme de la verdad, cruzó mi mente, junto a las palabras de mi contacto de confianza. Sabía que Killian había estado buscándola desesperadamente, como un idiota. Y yo… me había asegurado de que jamás la encontrara, de dificultarle cada paso, de ponerle obstáculos y trampas. Jamás le permitiría acercarse, ni a ella ni a ninguno de mis hijos.

—No tengo interés en fortalecer esos lazos. Menos sabiendo que ese inútil se enamoró de mi mujer.

—Tu mujer… —me sostuvo la mirada, sus labios esbozando una sonrisa enigmática, como si esa respuesta hubiera sido justamente lo que esperaba.

—Ahora dime—proseguí, sin apartar la mirada—, ¿qué fue Killian para ti? ¿Realmente fue solo una pieza para alcanzar a Abraham o fue algo más?

Esa imagen de ella lanzándose sobre él en la cocina de su apartamento y tocándolo me taladró en la cabeza y presioné los dientes.

—Odio a los hombres manipuladores, egocéntricos, oportunistas… —enmarcó—. Y él era justo eso que más detesto. 

Reí, sabiendo que intentaba provocarme, pero también sabiendo que sus palabras carecían de filo contra mí.

—¿Eso crees? Pues, ante tus ojos, yo siempre he sido así. Aun así… te enamoraste de mí.

Resopló, como si se negara a aceptar siquiera la insinuación.

—Es diferente… —aseguró—. En todo caso, ¿cuántas mujeres pasaron por este escritorio? —cambió el tema radicalmente, pasando la mano por el borde—. ¿A cuántas de ellas embarazaste “sin querer”? 

—Aún a ninguna, pero no me tientes a hacerlo contigo.

Se subió sobre el escritorio, deslizando una pierna sobre otra y tomando su copa entre las manos. La observé, fascinado por cada detalle de su postura, esa mezcla única de seguridad y frialdad que solo ella dominaba.

—Después de todo, este traje no fue una buena inversión —murmuró, su voz adquiriendo un tono introspectivo y extraño en ella—. No encaja conmigo en lo absoluto. No sé por qué intento ser alguien que no soy.

Di un paso hacia ella, incapaz de resistirme a cerrar esa pequeña distancia entre nosotros. Con suavidad, llevé mi mano a su mejilla, sintiendo su piel tibia bajo mis dedos. Ella no me detuvo, solo me observó, sus ojos buscando algo que ni siquiera estaba seguro de poder darle.

—¿Realmente no te das cuenta de lo hermosa que luces? Podrías llevar cualquier cosa, o nada en absoluto, y aún así seguirías siendo la mujer más fascinante que he conocido.

Mis labios buscaron los suyos, y en cuanto los encontré, el sabor de lo que habíamos bebido se mezcló con el suyo, creando algo que casi me hizo perder el control. La sostuve por la cintura, acercándola más a mí, notando cómo su pecho rozaba mi torso, encendiendo una chispa peligrosa en mi interior. Pero entonces, ese bloqueo, la maldita imagen de ella retorciéndose en la cama en medio del dolor, regresó como un golpe a mi mente. Sentí cómo la conciencia se imponía al deseo, y con un maldito esfuerzo retrocedí.

—Demonios, no puedo—murmuré, apartándome para recuperar la compostura.

—¿Qué es lo que no puedes hacer? ¿Es que tus palabras eran tan vacías como tu cerebro, o has dejado de funcionar porque prefieres mi versión masculina?

—No hagas conjeturas sin saber. No hay nadie en este maldito mundo que me haga perder la razón y ponerme duro solo con imaginarla, como tú. Pero el problema ahora no es eso—dije, y tomé aire antes de añadir—. No quiero arriesgarme a que vuelvas a quedar embarazada. 

Le hice un breve resumen de la conversación que tuve con el doctor, de los preservativos y el procedimiento. No sé ni para qué llené mi bolsillo de preservativos, cuando probablemente con ella no sean funcionales.

—No me equivoqué. Eres idiota —dijo, llenando nuevamente su copa—. Como el hombre depravado que eres, ya tuviste que haber pensado en mil y un maneras de… cogerme.

Se inclinó hacia mí, sus labios curvados en una mueca seductora, y en un movimiento lento, llevó sus dedos a sus labios y los pasó delicadamente, luego arqueó una ceja.

—Dime, ¿cuál de lugar prefieres más, este —sus dedos aún en sus labios, tentándome—, o prefieres descubrir otros… por tu cuenta?

El calor se extendió desde mis mejillas hasta cada rincón de mi cuerpo, acelerando mis sentidos como una llama infernal. Era demasiado, una jodida locura cómo esta mujer me ponía. 

Alzó la copa de su otra mano, dejándola reposar unos segundos en sus labios antes de inclinarla lentamente. Observé, sin parpadear, mientras el licor escapaba de la copa y se deslizaba desde su boca hacia su barbilla. Una fina línea de alcohol se desbordó, bajando lentamente por su cuello y deteniéndose en el centro de sus pechos, dejando un rastro brillante y embriagador.

Mis ojos siguieron cada gota, hipnotizado, mientras ella se recargaba en el escritorio, mirándome con esa malicia que solo sus ojos poseían. Era un espectáculo diseñado para poner a prueba mi autocontrol. 

—¿Me limpias, perrito?

Ese tono provocador y el brillo en sus ojos eran una invitación que ardía en mis venas. Me acerqué despacio, casi con reverencia, hasta que pude sentir su respiración entrecortada, y dejé que mis labios rozaran su barbilla, justo donde el licor aún brillaba. Sabía que ella lo hacía a propósito, sabía que quería verme caer, y yo ya estaba más que dispuesto a no decepcionarla.

Hate MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora