CAPÍTULO SETENTA Y TRES: IRENE MATTHEWS

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Irene Matthews 

Miré a Jedik con el bebé en sus brazos, sosteniéndolo con tanto cuidado y ternura que algo dentro de mí se agitó. Fue como si todo lo que había reprimido, todas las emociones que había enterrado para no volver a sentirme expuesta, hubieran encontrado un resquicio y se derramaran por completo en ese instante.

No podía apartar los ojos de ellos, de esa imagen. Esa era la misma persona que había logrado sacarme de quicio en incontables ocasiones, el hombre con quien había peleado, a quien había intentado evitar, contra quien había alzado mi muro más alto, ese que nadie había conseguido derribar, estaba ahora ahí, con nuestro hijo en sus brazos, sonriéndole de una manera tan cálida, tan genuina… Esa imagen me estremeció.

Sentí una punzada en el pecho, pero no era el dolor habitual, no era ese vacío que siempre me había acompañado. Era algo más, algo que me desbordaba y que no sabía cómo manejar. ¿Era eso lo que llaman amor? ¿Era eso lo que tanto había evitado por miedo a sufrir, a fallar, a repetir los mismos errores de mis padres adoptivos? 

Me di cuenta de que siempre había tenido miedo. Miedo de fallar como mujer, como madre, miedo a los cambios, miedo de no saber cómo cuidar de alguien más que no fuera yo misma. Nunca tuve el ejemplo, nunca tuve esa imagen ideal de una familia unida, de una familia feliz. Lo único que conocí fue el rechazo, la pérdida, el abandono. ¿Cómo podía saber qué hacer? ¿Cómo podía saber cómo ser madre cuando ni siquiera sabía cómo ser hija? 

Y luego estaba el miedo de unirme a alguien más, de confiar en un hombre, de abrirme completamente. Siempre lo evité porque creía que terminaría herida, que todo se repetiría, como un ciclo inevitable. 

Pero ahí estaba ese idiota, y todo lo que había temido se desmoronaba poco a poco. Mi corazón latía con fuerza, dolorosamente consciente de lo que estaba viendo. Algo se apretaba en mi pecho, algo cálido y desconocido que me hacía querer llorar y sonreír al mismo tiempo. ¿Era esto lo que sentían las madres cuando veían a sus hijos? 

No sé en qué momento pasó, pero sí… me enamoré de ese hombre.

Había perdido la batalla. Ese infeliz había encontrado la manera de abrirse paso en mi vida, en mi corazón, y lo había hecho sin que me diera cuenta. O tal vez siempre lo supe, pero me negué a aceptarlo. No lo sé.

¿Qué pasa si fallaba? ¿Qué pasa si no podía ser lo que él y mis hijos necesitaban? Esa duda me carcomía. Pero al mismo tiempo, al ver cómo ese pequeño ser confiaba en mí, cómo buscaba mi calor y mi presencia, algo dentro de mí me decía que podía aprender. Que tal vez no sería fácil, pero que no estaba sola. 

Aunque no quería depender de nadie, aunque siempre me había prometido que nunca lo haría, me di cuenta de que no se trataba de dependencia. Se trataba de compartir. De construir algo juntos. Y eso, ese pensamiento, no me asustaba tanto como antes, tal vez porque lo visualizaba a él conmigo… 

Tal vez lo que más miedo me daba era el hecho de que, por primera vez en mucho tiempo, sentía que podía ser feliz. Y esa posibilidad era aterradora. 

¿Qué pasaría si todo esto que luce tan perfecto y real, se desmoronaba? ¿Qué pasaría si lo perdía todo? El miedo a la pérdida siempre había sido más fuerte que el deseo de tener algo real. Pero en ese momento, mientras los miraba, supe que no podía dejar que ese miedo me controlara más.

¿Cómo había pasado esto? ¿Cómo había llegado a este punto sin siquiera darme cuenta? No tengo idea. 

Me encontré sonriendo, una sonrisa pequeña. Sentí mis ojos humedecerse un poco, pero no dejé que las lágrimas cayeran. Jedik, con su mirada serena, nuestro bebé acurrucado contra su pecho. Era una imagen tan perfecta, tan completa, que me dolía de lo hermosa que era. ¿Por qué tenían que verse tan bellos juntos?

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