CAPÍTULO OCHENTA Y UNO: JEDIK MARCONE

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Jedik Marcone

La llevé a uno de mis propios sitios, el “Blue Lion”, un pub elegante y discreto que he manejado por años, ideal para recibir a quien sea sin preocuparme demasiado por lo que pueda ocurrir dentro. 

—¿Por qué me trajiste a este lugar? —preguntó, en un tono que no ocultaba su desconfianza.

—Prefiero no exponerme demasiado ahí fuera—respondí con calma, abriendo la puerta del auto y bajando primero. Su mirada seguía fija en mí mientras me ajustaba la chaqueta y esperaba a que bajara—. Hay muchos que quieren matarme. Este sitio es… tranquilo y seguro. Y lo más importante, es mío. 

Esbozó una sonrisa maliciosa mientras se acercaba y cerraba la puerta con un suave empujón.

—¿Y qué te hace pensar que estás tan seguro aquí?

—Supongo que nada me garantiza seguridad si tú estás cerca, ¿verdad? —no pude evitar la breve risa al recordar la última vez que nos encontrábamos en el “The Black Stag” y acabó en ruinas—. Claro, al menos esta vez no parece que estés planeando volarlo todo. Si mal no recuerdo, te aseguraste de que no quedara una sola pared en pie.

Sonrió de lado, una chispa traviesa y orgullosa asomando en su mirada. 

Cuando entramos, quería acercarme, tomarla de la cintura, reclamar ese espacio entre los dos que había sentido cada vez más lejano desde que empezamos a vivir prácticamente como extraños bajo el mismo techo, pero ella me evadía, caminando al frente.

Este sitio era exclusivo, privado, solo abierto a personas de renombre, gente de confianza. No cualquiera podía pisar este suelo; tenía estrictos controles para evitar sorpresas desagradables. Pero ella, al parecer, no se percató de los límites del vestido que llevaba, sentándose en una de las sillas de cuero de la barra, con una postura desenfadada, piernas entreabiertas y un codo sobre la barra, como si fuera uno de mis hombres y no mi fierecilla. Pidió una botella y dos copas con un gesto seguro, dejando claro que no me pensaba dar la oportunidad de llevármela a mi despacho, al menos por ahora.

Catalina, quien manejaba la barra esta noche, me avistó y captó de inmediato, pasando la botella y las copas como si este fuera otro encuentro rutinario. Sonreí y avancé, parándome detrás de Irene, posicionándome estratégicamente para que cualquier mirada curiosa se lo pensara dos veces antes de desviarse hacia donde no debía. Aunque ella parecía no recordar que el vestido que traía exigía un poco más de recato, su actitud me decía que eso era lo último que le importaba.

—Eres astuto —comentó, mirándose las uñas y hablando como si estuviera completamente desinteresada—. ¿Qué planeabas al traerme aquí? ¿Mostrarme toda la fila de zorras con las que pasaste la noche?

La mordacidad de sus palabras me arrancó una media sonrisa, y justo cuando iba a responder, ella continuó.

—La rubia del rincón, tercera mesa a la izquierda. La castaña con vestido negro junto a la barra, fingiendo que ni me ha visto. Y, claro, la pelirroja del fondo, esa que ya casi se le salen los ojos desde que te vio entrar.

Levantó la copa que Cata acababa de servirle, sin mirarme aún, sosteniéndola en el aire como una ofrenda burlona.

—Brindemos por los corazones rotos y por todas esas pobres diablas que se han quedado sin otro trozo de carne en la lista.

Esa última línea me arrancó una risa baja, y tomé mi copa, reconociendo, aunque no sin cierta exasperación, que esa mujer tenía una manera única de dejar claro cuánto le importaba y cuánto le disgustaba todo al mismo tiempo. 

—¿Insinuas que este trozo de carne tiene dueña? —pregunté, con una sonrisa ladeada, mientras la veía llevarse la copa a sus ricos labios con esa calma premeditada.

Arqueó una ceja, fingiendo una pizca de inocencia que en ella resultaba casi letal.

—No estoy insinuando nada—respondió, clavándome esos ojos maliciosos—. Solo me sorprende que aún quede algo de valor después de todo lo que has repartido por aquí. No creí que fueras tan generoso.

Solté una carcajada, divertido por su juego.

—Generoso, ¿eh? Pensé que habías aprendido a apreciar lo que tienes delante. Dime, ¿acaso estás celosa de esos “escombros”?

—¿Celosa yo? —rio entre dientes—. Sería desperdiciar energía. Pero, si quieres seguir rodeándote de mujeres corrientes, adelante. Aunque dudo que alguna pueda entretenerte como lo hago yo cuando te conviertes en una tierna perrita. 

Me incliné un poco más, acercándome a su oído. Sentía cómo cada palabra parecía avivar esa chispa que tenía conmigo desde el primer día.

—No hay nadie aquí que me vuelva tan loco como tú—murmuré, rozándole el oído apenas. La piel de su cuello se estremeció, un mínimo detalle que no pude evitar notar, y que solo me impulsó a arriesgarme un poco más.

Antes de que pudiera alejarse, llevé una mano a su cintura, sujetándola firme, atrayéndola hacia mí.

—¿Sabes? Quizá te traje porque quería presumir a la mujer más sexy y ardiente de este lugar—dije, mirándola intensamente—. La única capaz de hacerme querer jugarme la vida una y otra vez.

—¿Presumir? —su tono era como un reto—. Y yo aquí pensando que solo te gustaba fastidiarme.

—¿Y a ti? —repliqué—. Si tan poco te importa, ¿qué haces aquí, fierecilla? Podrías haberte ido a cualquier otro sitio.

—Quizá quería recordar que incluso el rey de este lugar no tiene control sobre todo lo que sucede bajo su techo —respondió con una sonrisa afilada—. Y, de paso, recordarles a tus “escombros” quién manda.

La rodeé con ambos brazos, acercándola un poco más.

—Eres increíble—dejé escapar, admirándola en ese vestido que hacía que cualquier otra mujer pareciera invisible—. Me encantas cuando dejas ver esa fierecilla, sobre todo cuando sabes que tienes al diablo comiendo de tu mano.

Sus labios se entreabrieron por unos instantes, luego los humedeció con la lengua.

—Vayamos a un lugar más privado.

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