CAPÍTULO SETENTA Y CUATRO: IRENE MATTHEWS

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Mientras las horas continuaban su curso, no podía dejar de notar cómo el bebé crecía cada vez más rápido. Era como si cada minuto que pasaba, su cuerpo se desarrollara ante mis ojos. Me asombraba y aterraba al mismo tiempo. No entendía cómo era posible que, en tan poco tiempo, ese pequeño ser se hubiera convertido en un niño tan grande. No era solo un bebé, era una criatura que emanaba una energía y fuerza incomparables. Y, sin embargo, parecía tranquilo a mi lado, como si supiera que estaba protegido entre nosotros.

El doctor había concluido con los análisis, tanto para él como para mí. Ahora estábamos solos, esperando que Jedik regresara al cuarto. Mis pensamientos divagaban en el futuro, en cómo se suponía que debía ser madre de este ser y de esos tres que me esperaban ahí fuera, y en cómo debía manejar esta relación con Jedik. Aún no lo comprendía del todo.

Cuando Jedik regresó, lo primero que le pedí fue que buscara a Leah y que trajera a nuestros otros hijos para que conocieran a su hermano. Él, como siempre, hizo lo que le pedí sin quejarse ni cuestionar mis órdenes, lo cual me irritaba y, a la vez, me complacía. No me daba cuenta de cuánto me había acostumbrado a esa dinámica, y cuánto me hacía sentir más en control. O, al menos, eso era lo que quería creer.

Leah entró al cuarto unos minutos después, y lo primero que hizo fue quedarse congelada ante la imagen de mi hijo. Lo miró con asombro y confusión, sus ojos abiertos como platos, incapaz de disimular su sorpresa.

—¿Pero qué demonios…? —murmuró, acercándose lentamente hacia él—. Es enorme…

No pude evitar sentirme orgullosa en ese momento, aunque no quise que Leah lo notara. Mi hijo era diferente, especial. Podía ver la maravilla en sus ojos al observarlo.

—Sí, crece rápido—respondí con frialdad, llevándola casi arrastrada fuera de la habitación—. Y por eso necesito que vayas a la tienda.

Me miró, parpadeando varias veces como si no comprendiera del todo lo que estaba pidiendo.

—¿Qué…? —preguntó, todavía asimilando la petición.

Suspiré, ya perdiendo la paciencia.

—Necesito ropa. Tanto para mí como para el bebé. Lo que tenemos ya no sirve, y tú sabes lo que eso significa.

Su mirada pasó rápidamente de la sorpresa a la hostilidad. Podía ver el odio ardiendo en sus ojos, pero eso no me afectaba. 

—¿Y por qué tendría que hacerlo yo? —espetó con desdén, cruzándose de brazos—. Yo no soy tu sirvienta. No pienso traerte nada.

Le sonreí con una frialdad que solo podía haber perfeccionado después de años de lidiar con personas como ella. Si ella creía que podía desafiarme de esa manera, estaba muy equivocada.

—¿Sabes? Podrías consultarlo con Jedik. Después de todo, eres su empleada, ¿no? Y yo soy la madre de sus hijos. Lo que significa que, en lo que a mí respecta, todos sus empleados son mis empleados también. Y eso te incluye.

El cambio en su expresión fue inmediato. Se tensó, sus puños se apretaron a los costados, y por un momento pensé que me atacaría.

—Quiero que me traigas ropa elegante—continué—. Trajes, pantalones, camisas bonitas. Asegúrate de que todo me sirva. Y si no lo haces, mejor que corras, porque si no, usaré cada prenda para hacerte una bufanda hasta que te quedes sin aire.

Soltó una risa corta y despectiva.

—Por más elegante que sea la ropa, la arruinarás con tu cara. Estás gorda, demacrada y tan insoportable que dudo mucho que alguien, siquiera Jedik, se sienta atraído genuinamente por ti. Ambas sabemos que lo único que lo ata a ti son esos bebés. Te ves horrible, y cualquier cosa que te pongas será una pérdida de tiempo.

Hate MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora