CAPÍTULO SETENTA Y SIETE: LEAH ROSWELL

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—Qué deprimente. Tocándote sola, con el recuerdo de una mujer que jamás fue tuya.

Mi estómago se contrajo de nuevo, pero esta vez de enojo. No podía contestarle, no con ese maldito tentáculo todavía en mi boca, pero mis ojos le dijeron todo lo que necesitaba saber. Vas a morir por esto, le prometí en silencio, aunque sabía que no me creería. No era más que otro juego para él.

—¿Sabes? —continuó, como si estuviera compartiendo un secreto—. Puedo oír tus labios agitarse entre sí sin necesidad de acercarme—su sonrisa se ensanchó, maliciosa—. ¿Por qué aprietas las piernas? Oh, ¿crees que así dejaré de oírlo? Solo haces más evidente que te gusta tenerlo en el fondo de tu garganta.

Cualquier intento de responder se ahogaba bajo el peso del tentáculo. Mis manos buscaban algo, cualquier cosa con lo que pudiera lastimarlo, pero entonces lo hice. Alcé la mano y golpeé la bocina con fuerza, dejándola pegada para que todos los que estuvieran cerca la escucharan. Era una desesperada maniobra de advertencia.

Cassian rechinó los dientes, su mirada oscurecida mientras suspiraba pesadamente. Por un momento, pensé que iba a hacerme algo peor, pero de repente, me soltó. El tentáculo se retiró de mi boca, permitiéndome respirar. Tosí sin parar, con los pulmones ardiéndome por el esfuerzo. Con manos temblorosas, abrí la puerta del auto y salí. Apenas logré llegar a un rincón antes de vomitar todo lo que había en mi estómago.

El sabor amargo del vómito apenas me hizo sentir mejor, pero al menos ya podía respirar. Cuando me di la vuelta, Cassian estaba parado fuera del auto, cruzado de brazos como si nada hubiera pasado, mirándome con una sonrisa de suficiencia.

—¿Fui muy brusco? —preguntó, como si estuviera genuinamente interesado—. Sube. Seré más cuidadoso esta vez.

—Muérete—le solté, fulminándolo con la mirada mientras limpiaba mi boca con el dorso de la mano.

Él no se inmutó ante mi amenaza, ni siquiera me tomó en serio. En lugar de retroceder, me siguió de cerca cuando empecé a caminar hacia la tienda.

—Te acompañaré para las compras—anunció como si estuviera siendo amable.

—Quédate en el auto, pedazo de mierda —le solté sin mirarlo. 

Aceleré el paso, esperando dejarlo atrás, pero fue inútil. El muy imbécil se pegó a mí como una maldita pulga, mirando a su alrededor con esa maldita curiosidad infantil que no combinaba con su verdadera naturaleza.

Genial, ahora tenía que lidiar con él dentro de la tienda. Me resigné. No había forma de quitármelo de encima, no sin causar una escena mayor. Y lo último que quería era más atención.

Cassian estaba llamando toda la atención. No era solo su estatura o esos ojos anormalmente rojos que no parecían de este mundo. A cada paso que dábamos por los pasillos, las personas se giraban para mirarlo, y más de una chica joven se acercaba con alguna excusa tonta: que si sus ojos eran lentillas, que si estaba en una película o era modelo. Lo rodeaban como si fuera un imán, y él disfrutaba de cada segundo de atención, como si todo le fuera debido.

Lo peor de todo es que no podía culparlo del todo. Hace solo tres días era un niño, uno que apenas sabía atarse los zapatos. Este crecimiento rápido y su encierro lo estaban afectando. Solo esperaba que, cuando todo terminara y Beatrice regresara a su lugar, sus padres le dieran una vida normal. Que pudiera relacionarse con gente de su edad, y no siguiera creyendo que podía comportarse como lo hacía ahora, como si todo el mundo fuera un juguete para él.

Intenté concentrarme en las compras, pero cada vez que giraba la cabeza, lo veía ahí, rodeado de chicas y respondiendo a sus preguntas con esa sonrisa burlona que tanto me sacaba de quicio. Maldito crío, pensé, aunque sabía que ya no podía llamarlo así. Mocoso insolente, quizá, pero definitivamente ya no era un niño.

Al final, cuando llegó el momento de pagar, Cassian me ayudó a cargar las bolsas, algo que, por lo menos, agradecí. Las dejó en el baúl, mientras encendía el motor, aprovechando su descuido para girarme hacia el asiento trasero, tomé el cuchillo y lo puse entre mis piernas, bien escondido, por si acaso intentaba algo más. Todavía me dolía la garganta y la mandíbula por su culpa, y no pensaba dejar que me tomara por sorpresa otra vez.

El trayecto de vuelta fue extrañamente tranquilo. Cassian no intentó nada más, y yo solo me concentré en llegar a casa, en tener una conversación muy seria con Jedik y el doctor sobre lo que había pasado en el auto. No podía dejar que esto se saliera de control, no si quería mantener mi cordura.

Cuando llegamos, Jedik, Irene y el doctor estaban sentados alrededor de la mesa, conversando sobre algo que no me importaba lo más mínimo. Cassian, con su habitual descaro, le dijo a su padre que me había visto muy cargada y que decidió ayudarme a bajar las bolsas. No me molesté en responder ni en corregirlo; simplemente ignoré la conversación y me dirigí a la cocina, aunque no pude evitar sentir la mirada de Cassian clavada en mi espalda. Esa maldita mirada que me estremeció. Una amenaza silenciosa, sin duda, para que no dijera nada de lo sucedido en el auto.

Sin embargo, claro que iba a decirlo. En cuanto tuviera oportunidad.

Me serví un plato y me senté en la silla más alejada de la mesa. Odiaba que Cassian se sentara cerca de su madre, a solo tres sillas de mí. Parecía que siempre estaba encontrando formas de incomodarme. Todos me miraron al mismo tiempo, pero fue el doctor quien rompió el silencio.

—Leah, ¿qué te ha pasado en el cuello?

Estaba a punto de hablar, de decirles que había sido Cassian quien me había atacado, cuando sentí algo frío deslizarse por debajo de mi pantalón. Mi cuerpo se tensó de inmediato. Un tentáculo. No podía creerlo. Cassian no tenía límites. 

Apreté mis muslos, intentando bloquear el acceso, pero sentí otro tentáculo frotarse entre mis piernas. El tenedor que sostenía cayó ruidosamente sobre el plato.

—Leah—preguntó Jedik—, ¿qué te pasa?

Mi mente estaba dividida. Parte de mí quería gritar la verdad, acusarlo delante de todos, pero otra parte, la que estaba atrapada y era realista, me decía que era inútil. Mi palabra contra la suya, y él tenía todas las ventajas en este momento.

El tentáculo succionó con fuerza entre mis piernas, una presión tan intensa que hizo que mis rodillas se juntaran. Era como una maldita aspiradora, aunque silenciosa. El pantalón y la ropa interior no parecían ser obstáculos para la fuerza que sentía.

—¿Te comieron la lengua los ratones? —preguntó Irene con su habitual tono cortante.

—¿Desde cuándo debo discutir mis asuntos personales con ustedes? —murmuré, intentando mantener la compostura y mis temblores en las piernas.

Cerré los ojos, llevando un bocado a mi boca, pero justo en ese momento, el tentáculo cruzó la barrera de mis muslos y se instaló en mi zona íntima, sobre mi ropa interior, segregando una sustancia caliente y pegajosa que me hizo soltar un jadeo.

—Tienen un hijo bastante cabrón—logré decir con la voz tensa—. Es tan idéntico a ustedes.

Cassian sonrió, sin molestarse en ocultarlo.

—Cuéntales, tía Leah. Cuéntales lo que está ocurriendo.

Mi boca se secó de inmediato. 

—Diles la verdad. Diles que te mojaste en la salida a tus encargos. Que seguramente te has resfriado por tu descuido. 

Este maldito demonio.  

Mierda, esa succión me está volviendo loca. Esto no puede estar pasando. ¿Acaso voy a terminar frente a todos ellos? Sería una humillación incapaz de soportar, mucho más humillante que lo sucedido en el auto. Me niego. 

Hate MeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora