Once

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Desperté esa mañana sintiendo el peso del mundo en mis hombros, pero con Malia a mi lado, parecía que todo, de alguna forma, se calmaba. Tenía su cabeza apoyada en mi pecho, y el calor de su cuerpo bajo las sábanas era lo único que me mantenía a flote. No podía evitar mirarla, estudiarla en silencio, como si al hacerlo pudiera retenerla un poco más.

Sabía que algo había cambiado. Había una distancia en sus ojos, una frialdad que no había estado ahí antes. Lo noté desde hace días, pero esta mañana fue diferente. Su respiración era más rápida, casi inquieta. Cuando se despertó, no hubo ese pequeño gesto de sonreírme, ni el beso perezoso de buenos días que solíamos compartir.

Me estiré para tocar su mejilla, pero ella se apartó con un movimiento sutil, lo suficiente como para hacerme sentir que algo andaba mal.

Decidí no presionarla al principio. Tal vez estaba cansada, tal vez algo la había perturbado. Pero a medida que pasaba el día, no podía ignorar la sensación de que ella no quería estar cerca de mí. No me miraba, no me hablaba como antes, y cada vez que intentaba acercarme, había una barrera invisible entre nosotras.

Pasé la mayor parte de la mañana siguiéndola con la mirada mientras deambulaba por la casa. Casi no me dirigía la palabra, y cuando lo hacía, su voz era seca, distante. Cada gesto suyo me ponía más nerviosa, más inquieta. Quería tomarla entre mis brazos, hacerla hablar, pero sabía que algo se estaba gestando dentro de ella. Podía sentirlo.

Después del almuerzo, cuando intenté acercarme de nuevo, se levantó de golpe y salió de la habitación sin una palabra. Me dejó ahí, con mi estómago retorcido en un nudo. No podía más con la incertidumbre. Algo dentro de mí empezó a arder, una mezcla de ira y miedo. Era como si estuviera perdiendo el control de todo, y no soportaba esa sensación.

La encontré en la sala, mirando por una de las enormes ventanas que daba al jardín. Me acerqué, cruzando los brazos sobre mi pecho para controlar las ganas de explotar.

—¿Qué te pasa, Malia? Llevas todo el día actuando raro.

No respondió. Ni siquiera se molestó en girarse para mirarme. Su silencio me estaba volviendo loca. Me acerqué más, hasta que estuve a su lado, mirando su perfil.

—Te pregunté algo.

Finalmente, giró la cabeza para mirarme. Sus ojos, aquellos ojos que solían estar llenos de vida, ahora estaban vacíos, cargados de una tristeza que nunca había visto antes. Pero más que tristeza, había enojo, resentimiento.

—Kylie, ya no puedo más.

Su voz era firme, pero al mismo tiempo, pude notar cómo le temblaba la mandíbula. No era algo que ella quería decir, pero sentía que debía hacerlo. Mi corazón dio un vuelco, como si algo me atravesara el pecho.

—¿Qué estás diciendo? —le pregunté, pero ya sabía lo que venía. Lo había sentido en el aire todo el día.

—No puedo seguir aquí, no puedo seguir pretendiendo que esto está bien. No lo está. Tú no lo estás. Yo no lo estoy.

Cada palabra era como una bala que me atravesaba, y sentí cómo mis manos empezaban a temblar. No lo entendía. Después de todo lo que habíamos pasado, después de que había hecho todo lo posible por protegerla, por mantenerla a salvo, ella... quería irse.

—¿Pretendiendo que esto está bien? —repetí, intentando controlar la rabia que empezaba a hervir dentro de mí—. ¿Pretendiendo qué, Malia? ¿Qué demonios pretendes que está mal?

Ella apartó la mirada, respirando profundamente antes de soltar la bomba.

—Vi tus cosas, Kylie. Entré en tu escritorio.—Dijo apartando con rabia sus rulos de la cara.

Estocolmo - Kylia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora