Shun salió de la casa de Iris.
Con una sonrisa en los labios, el muchacho estuvo andando por las frías calles con sus pies descalzos durante toda la mañana, alegre. Y así pasó una mañana tranquila. Pero al llegar el mediodía el estómago comenzó a reclamar alimento.
El joven pensó que, ya que había conseguido un pequeño trabajo, podía permitirse el lujo de ir al Mercado Mayor, el cual quedaba un poco lejos. Le pareció una idea arriesgada, pero el hambre pudo con él y decidió ir.
Por el camino iba pensando en lo que podría robar esta vez, si carne, o tal vez un buen queso, o algún dulce...
Cuando llegó a las puertas de madera refinada y decorada que separaban al Mercado Mayor de las demás zonas se quedó maravillado por la cantidad de tiendas que estaban dispuestas a lo largo de una calle principal larga y ancha. Había puestos con comida deliciosa, telas de calidad, ropa digna de reyes y nobles, alfombras hermosas...
Shun procuró mezclarse entre el gentío, pero su suciedad y aspecto que contrastaban con esa calle no le ayudaban mucho, así que prefirió deslizarse entre las sombras procurando no ser visto.
Se sentía incómodo en aquel ambiente lleno de gente adinerada, alguaciles en cada esquina atentos a cualquier movimiento, precios tan altos que ni siquiera hubiera imaginado... Todo ello era como una gran piedra que oprimía el hambriento estómago del chico.
Pensó en marcharse, pero estaba tan hambriento que decidió probar.
Su mirada se fijó en un puesto decorado y colorido que exhibía una gran variedad de quesos. Había uno en especial que era del tamaño perfecto para esconderlo dentro de su camisa, y se veía realmente delicioso.
Se dispuso a agarrar el queso y salir corriendo por el primer callejón que encontrara.
Se acercó sigilosamente, y sin que el vendedor pudiera siguiera verlo, a la velocidad del rayo, el muchacho cogió el pedazo de queso y lo escondió.
Su holor, su textura... Ese día se daría un festín.
Un alguacil observaba la calle con ojos de halcón, pero no lo había visto robar. Se sintió orgulloso de sí mismo.
Con una amplia sonrisa en la cara, pasó junto al alguacil.
El alguacil le agarró por la camisa con fuerza, y la sangre se le congeló. Shun de quedó de piedra. Se dio una palmada en la cara mentalmente, dándose cuenta de su fallo. El joven estaba tan confiado que se había olvidado del fuerte holor que desprendía el queso, y también de que su aspecto llamaba mucho la atención en esa calle.
Ya no había escapatoria posible.-¿Qué llevas bajo la camisa?- preguntó el hombre, con una voz grave y severa.
El muchacho estaba realmente asustado, y por un momento deseó estar muerto. Tragó saliva e intentó no temblar demasiado.
Trató de darle alguna explicación a aquel hombre. Cualquier cosa habría sido mejor que lo que pasó en realidad.
No podía pronunciar una sola palabra. Estaba totalmente petrificado. Ni siquiera podía moverse, ni tampoco llorar. Quería salir corriendo de allí pero sus piernas no respondían, y su lengua tampoco.-¡Te estoy hablando!- el hombre estaba perdiendo la paciencia.
Finalmente cogió su palo de madera grueso y le dio un buen golpe en la espalda a Shun, el cual apretó los dientes, aguantando el dolor, y dejó caer el queso de debajo de su camisa.
El alguacil miró el queso y frunció el ceño.- Con que intentabas engañarme ¿eh? Los ladrunzuelos como tú merecen un duro castigo.
El hombre le hizo señas al vendedor del puesto de quesos, que no estaba demasiado lejos, para que se acercara. Éste, confuso, se acercó cuidadosamente, temiendo ser regañado.
- Aquí tiene usted a un truhán que de ha colado en su tienda, señor.
El vendedor miró al muchacho, y luego al queso. Su expresión cambió a una cara furiosa.
-¿Intentabas robarme, chaval? ¿Buscas pelea? ¿Acaso quieres problemas?- acto seguido el vendedor le pegó un puñetazo a Shun con tanta fuerza que lo estampó contra la pared. El muchacho se levantó, aturdido, e intentó huir. Pero el alguacil le atrapó y le agarró del pelo. El chico no pudo reprimir un grito que salió de su garganta. El alguacil le obligó a arrodillarse.
El mercader le miró a los ojos desde arriba y le pegó una patada justo en el estómago.
El joven notó cómo se le rompían varias costillas, y soltó otro grito agonizante. Se cayó al suelo torpemente, vomitando sangre, y de hizo un ovillo.
El alguacil le dio un taconazo en el riñón, y el muchacho gimió.
Finalmente ambos hombre volvieron a sus puestos murmurando insultos y maldiciones, dejándolo tirado en el suelo, con un gran número de moratones y lleno de sangre y heridas. No podía seguir allí.
Se levantó con dificultad y salió por donde había venido.- ¡Y que no se te ocurra volver!- se escuchó a lo lejos.
El muchacho siguió corriendo hasta llegar a un callejón estrecho de la Baja Central. Se sentó en el suelo, dolorido. Se subió la camiseta para examinar sus heridas.
Tenía un par de costillas rotas, cuatro moratones en el tronco y dos en la cara, el labio partido brutalmente y el ojo derecho hinchado.
Su estómago soltó un fuerte rugido. Aún tenía hambre...
No le quedaba otro remedio que ir al mercado de la Baja Central, en el cual lo único que había era comida podrida o seca. Aparte de que en ese estado no sería tan ágil como de costumbre. De todas formas, se puso en marcha, pues el hambre le había cegado.
Al llegar, vio que solo había cinco puestos. Solo uno merecía vagamente la pena: el de fruta.
Decidió coger algo pequeño y sencillo, como un racimo pequeño de uvas.
Pasó al lado del puesto y agarró las uvas discretamente. Entre la marea de gente pobre, él pasaba desapercibido apesar de su aspecto actual. Había sido bastante fácil, pues el vendedor estaba distraído leyendo un libro.
Estaba contento de nuevo. No había salido ileso, ni tenía un delicioso queso, pero tenía comida, y eso le hacía muy feliz.
Caminó un par de pasos más allá de la tienda cuando de repente notó que le fallaban las piernas.
No podía ser. Estaba tirado en el suelo, con el racimo de uvas en la mano. El mercader apartó la vista del libro un momento y se dio cuenta. Alarmado, llamó a gritos al alguacil encargado de esa zona. Éste traía un látigo. Sin preguntar nada, se acercó con paso firme. Ni siquiera pidió una excusa. Agarró a Shun del pelo y lo estampó contra la pared.
En la Baja Central, si cometes un solo fallo estás realmente perdido.
El hombre le estuvo dando latigazos durante cinco minutos hasta que se cansó y se marchó.
Cada latigazo era como un cuchillazo en la espalda para el muchacho. Sangraba sin parar. Notaba cómo se le abrían las heridas, y el látigo de cuero se hundía en su carne con violencia.
El muchacho gritaba.
De quedó tirado en la calle. Esta vez no tuvo fuerzas ni siquiera para hacerse un ovillo o encogerse.Su estómago estaba completamente vacío.
Se levantó tambaleándose y apoyándose en la pared. Se dirigió hacia su casa, el único lugar en el que podía sentirse a gusto en ese preciso momento. Tardó toda la tarde en llegar, pues su paso era torpe y lento.
La gente lo observaba con cara de asco, de odio y hasta de burla.
Shun estaba acostumbrado a esas miradas, y normalmente no solía hacerles caso. Pero en esos momentos lo ultimo que deseaba era sentirse tan odiado y separado del mundo.
El frío le recorría el cuerpo entero y le debilitaba aún más.
Sus pies descalzos y sucios andaban sin parar por la ciudad, desesperados por llegar a su hogar.
Finalmente entró a su cubículo.
Estaba húmedo, vacío y sucio. Pero no podía ir a ninguna otra parte.
Se tiró en el colchón y se tapó con todos los trapos que pudo.
Esa noche no podría asistir a su actuación en el Concordio.
Había sido un muy mal día.
No tenía fuerzas ni hilo y aguja para coser sus heridas, ni tampoco agua para limpiarlas.
Pero nada de eso le importaba ahora. Simplemente cerró los ojos. Estaba cansado. Muy cansado. Tan cansado que tampoco se dio cuenta de que fuera comenzaba a llover, y su casa se llenaría de goteras. Estaba tan cansado que no podía pensar en el hambre que estaba pasando. Estaba tan cansado... Tan cansado... Que el sueño le venció, y se quedó profundamente dormido.