El alguacil corría detrás del ladrón, pero éste tenía demasiada experiencia, y se conocía hasta el lugar más recóndito de toda la ciudad. Así que trepó ágilmente por un edificio, apoyándose en cada ventana, hasta llegar al tejado. Estaba mojado y resbaladizo, pero el joven truhán sabía caminar sobre ese terreno, moviéndose con rapidez y ligereza. Pero el hombre que le perseguía sabía quién era, así que le dejó marchar y volvió a su puesto en el mercado.
El ladronzuelo, consciente de que el alguacil le dejaría marchar, habia bajado del tejado de un salto, cayendo ligero como una pluma sobre un carro lleno de paja que le amortiguó la caída. Observó su saco. Una manzana, melón, una rebanada de pan y un odre con sidra. Había tenido suerte, y estaba satisfecho. Pensó en pasar por el mercado de nuevo, pero estaba hambriento y cansado, y corría el riesgo de que le arrestaran. Entonces optó por volver a su casa para descansar. Bueno, si a eso se le podía llamar casa.
El muchacho llegó a su hogar. Cuatro paredes, musgosas y derruídas formaban el primer piso. Unas escaleras bajaban, y las otras, subían. El joven se dirigió hacia las que descendían.
Llevaban a una diminuta estancia, con solo unos harapos acumulados en una esquina a modo de colchón. No había nada más. Solo vacío.
El ladrón se sentó sobre los harapos y sacó la rebanada de pan de su saco, partiéndola a la mitad cuidadosamente para no desperdiciar ni una miga. Cogió una de las mitades y la otra se la guardó.
Estaba realmente delicioso. El pan robado era el mejor de todos.