Mandarinas

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Greek se ajustó el sombrero y se recostó en su asiento. Las bolas amarillentas y relucientes que se ocultaban tras su largo flequillo rojo soltaron un resplandor. Desvío la mirada hacia el fuego que ardía en la chimenea y comenzó:
- Eran tiempos remotos. Recuerdo que aún se vendían los caramelos de dátil.

Yo trabajaba como explorador en las tropas oficiales del reino de Reddan. Tenía dos viejos amigos que trabajaban conmigo, y a los tres nos llamaban Los hacedores de caminos. Éramos muy conocidos, y la gente solicitaba nuestros servicios con bastante frecuencia. Pero no creas que simplemente explorábamos el terreno... Cogíamos muestras de insectos, plantas, agua, e incluso alguna vez nos encontramos con nativos de los cuales se desconocía su existencia hasta el momento.

Un día nos llegó una carta de La Central con una misión. Como siempre, los tres nos miramos a los ojos con un brillo de entusiasmo. Rápidamente cogimos nuestras mochilas. ¿Nunca has visto la mochila de un explorador, no, muchacho? No están hechas de tela, sino que son máquinas. Había diferentes tipos. Algunas llevaban una hélice, otras una infinidad de bolsillos, otras un generador de energía, altavoces, una caja de metal... incluso pude ver alguna con un espejo. Bueno, aparte de este artefacto, tenía un cinturón con bolsillos de diversos tamaños y formas, para guardar cualquier cosa. Constaba de dos asas para colgarla a la espalda y de dos cinturones más para amarrarla bien al cuerpo. De hecho, había un accesorio imprescindible para todo explorador: la celadora. Era una bola del tamaño de un puño. Podía ser de distintos materiales, y por mucho que la perdieras o te la robaran, ella siempre volvía a su dueño. Servía para guardar objetos demasiado importantes como para llevarlos en una mochila, y solo el dueño sabía cómo abrir su propia celadora. Me encantaban esos trastos.

En fin, media hora más tarde de recibir la carta estuvimos listos para salir. De nuevo, salimos de los muros para encaminarnos al exterior.

La misión era una exploración completa de un terreno perdido y completamente nuevo. Nos habían dado la coordenadas aproximadas, pero aun así resultaría difícil encontrarlo.

Recorrimos valles, mares, laderas, desiertos, ciudades, bosques... estuvimos caminando durante dos meses seguidos sin encontrar nada.

Agotados después de un largó día, decidimos pasar la noche en una posada de un pueblo cercano.

Un niño harapiento y despeinado se nos acercó corriendo cuando nos vio llegar a lo lejos, y nos dijo unas palabras en un idioma que no entendimos. El muchacho, al vernos tan confundidos, sonrió y me agarró de la mano, llevándome por el sendero.

El pueblo ni siquiera tenía nombre, pero era tranquilo y amigable. Estaba situado en un valle verde y lleno de vida, con un río de aguas puras que lo atravesaba. La gente era amistosa y alegre, y el ambiente era de paz y sosiego.

Nos recibieron con una cálida bienvenida. Todo el mundo nos sonreía o nos saludaba con la mano, y muchos niños se acercaban a hablarnos. El chico que nos guiaba les decía algo y los demás nos miraban sonrientes.

Nos llevó hasta una posada, le dijo algo al tabernero y el hombre, un anciano con mirada serena nos condujo hasta las habitaciones. Sin embargo, no nos cobraron dinero.

El niño llamó a la puerta de nuestra habitación y se sentó a nuestro lado con una hoja de árbol y una barra de carbón. Comenzó a dibujar una flecha y un signo de interrogación. Colocó la hoja de forma que la flecha apuntara hacia él mismo. Dijo algo que no entendimos y luego apuntó la flecha hacia nosotros.

- Yo soy Greek- dije yo, sonriente.

- Yo, Ginn- dijo mi amigo.

- Suuym- dijo mi amiga.

Yo cogí la hoja con la flecha pintada y la apunté hacia el muchacho. Éste sonrió ampliamente.

-Kassikh- dijo sin más.

De repente entraron llamaron a la puerta. Al otro lado se escuchaban susurros y risitas contenidas. Kassikh se acercó y giró el pomo. Eran un grupo de niños pequeños que nos espiaban con curiosidad.

El chiquillo les habló en su extraño idioma y se fue con ellos, no sin antes darnos un fuerte abrazo a los tres, para nuestra sorpresa.

Estábamos muy contentos de haber encontrado ese pequeño pueblo. Pero debíamos seguir adelante para cumplir nuestra misión, y decidimos que partiríamos de nuevo al cabo de tres días.

Estábamos realmente agotados...

Los tres nos tumbamos en las camas y nos quedamos profundamente dormidos.

Al amanecer fuimos a la primera planta, y el tabernero nos ofreció unas rebanadas de pan recién horneado con queso y una jarra de leche de mandarina con una sonrisa de oreja a oreja debajo de su mostacho canoso. Devoramos los manjares sin pensarlo dos veces, y se lo agradecimos mediante gestos.

Al salir, Kassikh nos estaba esperando. Nos llevó hasta el río, y pudimos disfrutar del hermoso paisaje. Los árboles estaban teñidos de color rojo, verde y amarillo, el río fluía raudo, tropezando con algunas piedras, los pájaros entonaban una extraña y vivaracha melodía... El muchacho llevaba una tinaja de gran tamaño. La acercó al agua y comenzó a llenarlo. Nosotros tres le ayudamos a llevarlo hasta el poblado de nuevo.

Fuimos con el chico hasta lo que parecía ser una tienda de lácteos. En el letrero había el dibujo de una mandarina. El muchacho entregó el agua a la encargada, y acto seguido nos dio un pedazo a cada uno. Realmente sabía a mandarina.

Kassikh nos llevó por las calles, saludando gente, haciendo recados... y a la media mañana se acercó a un puesto de fruta para descansar. Fue entonces cuando probamos las mandarinas puras del pueblo. ¡Eran increíbles! Por fuera parecían frutas normales y corrientes, pero su sabor era suave y dulzón, y la textura era como si mordieras una nube.

Nos pasamos el día haciendo tareas junto a nuestro nuevo amigo. Barrimos las aceras, recogimos verduras, llevamos agua de un lado para otro, e incluso estuvimos un largo rato jugando con los niños que correteaban por las calles.

Era bastante divertido.

Después de comer estofado de apio en un bar, el muchacho nos llevó más allá del pueblo, hasta una ladera de hierva verde, donde crecían flores de varios colores y los animales pastaban. Aún anduvimos un rato más, subiendo colina arriba.

Nos estaba llevando por una montaña rocosa bastante empinada, pero tenía un camino ya trazado por el cual era sencillo subir a la cima. En lo alto, el chiquillo nos lanzó una de sus sonrisitas y miró hacia el paisaje que se abría detrás suya.

Era como estar en la cumbre del mundo.

Se observaba el cielo cristalino, las nubes algodonosas, el pequeño pueblecito a lo lejos, la ladera verde y amplia, el río serpenteante. Mi corazón se llenó de sosiego y entusiasmo a la vez, haciendo que se me hiciera un nudo en la garganta.

Volvimos corriendo y jugando con Kassikh por el camino, cantando, cogiendo flores y hablando por gestos.

Al llegar de nuevo a la taberna, mis compañeros y yo estábamos tan cansados que nos dormimos inmediatamente.

Es una pena que...


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