Es cierto, tengo por ahí un apellido de origen escocés, y en Edimburgo anduve indagando en busca de posibles parientes, o por lo menos de gente que llevara ese mismo apellido. Eso es cierto. Pero es falsa e infame la versión que de ese viaje hicieron correr los muchachos del hotel sin baños, según la cual tuve una abuela escocesa que se las daba de alteza real, y que mantuvo a medio Lima de rodillas con una foto en la que se le veía sentada delante del castillo familiar, y enseñándole buenos modales a la hora del té a la mismísima reina de Inglaterra. Todo eso lo han
inventado ellos, para poder inventar lo que sigue: la foto también es falsa, y mi abuela se la mandó fabricar a un fotógrafo llamado Virgilio Nepeña, especialista en montajes extravagantes, que luego publica en la revista «Caretas», bajo el título de Increíble
pero incierto. Según ellos, esa foto nunca fue publicada, claro, para evitar que pareciera sólo una broma, y en cambio mi abuela se la guardó, y con el tiempo y el beneplácito de mi abuelo, fue engatusando a media Lima (la otra mitad vive en barriadas, y a mi abuela nunca le ha preocupado socialmente, agregan), hijos y nietos incluidos, hasta que se murió.Total que no bien mi madre se enteró de que partía a Edimburgo, obligó a mi padre a enviarme otro cheque navideño, destinado a la compra de ropa muy fina, al alquiler de un automóvil en Edimburgo, y a cualquier otra operación que pudiese redundar en beneficio de la alta y distinguida reputación familiar en el nuevo y en el viejo mundo. Afirman también los muchachos del hotel sin baños, y claro, en ello se basaron para romperme las lunas del departamento, que partí a Edimburgo en primera
y en avión, y que viajaba con la intención de alojarme en el castillo familiar, en el cual, según propia confesión, iba a alojarse también el príncipe de Edimburgo, porque últimamente andaba fallando mucho la calefacción del castillo de Edimburgo, y la
reina de Inglaterra prefiere las instalaciones del castillo de mi familia. Todo esto me lo anduvieron atribuyendo ellos por calles y plazas, aprovechándose mientras tanto para entrar a bañarse por las ventanas y para dejarme el departamento inmundo y lleno de inscripciones tipo TIERRA O MUERTE en las paredes.Al final, dicen, terminé llorando desconsoladamente en brazos de mi amigo Edgardo Aldana, quien me mandó a seguir llorando en brazos de su esposa, para poder seguir cagándose de risa, tras haber comprobado que no sólo el panadero, el lechero y el carnicero llevaban el ilustre apellido de mi abuela, que no sólo en toda Escocia nadie había oído hablar jamás de semejante castillo, sino que además ese apellido llena media lista de teléfonos, y que su traducción exacta al castellano es Pérez.
Mi viaje a Escocia e Inglaterra terminó desastrosamente, es cierto, pero por razones muy diferentes y mucho más graves que las estupideces que cuentan los muchachos del hotel sin baños. Los días en Edimburgo fueron muy gratos, pero algo en mí hizo que los escoceses que conocí, a pesar de su gran amabilidad y de mi
famoso apellido, jamás llegaran a confiar demasiado en un tipo que se jactaba de que Henry Miller se le había aparecido una noche en el Crazy Horse. El asunto llegó a su climax la noche de Navidad, cuando una joven pareja invitó a los Aldana a cenar y
les dijo que podían llevarme a mí también. Nosotros decidimos no ir a misa del gallo, y en cambio nos soplamos un par de botellas de whisky, recordando el Perú, lo cual obviamente nos llevó a una desenfrenada discusión política.Seguíamos desenfrenados cuando entramos al delicioso cottage, en el que todo había sido preparado para que se hablara en voz baja, contemplando caer la nieve, contemplando caer la nieve, y contemplando caer la nieve. Yo resulté una especie de huésped de honor, en medio de tanta nieve, por lo que me tocaba sentarme al lado de la dueña de casa, a un extremo u otro de la mesa. Después venía una buena docena de invitados más, todos escoceses y todos provenientes de otros deliciosos cottages de la región, y casi al otro extremo de la mesa me habían colocado al huevón de Aldana que seguía acusándome de no entender nada de lo que pasaba en el Perú. Yo estaba convencido de que era él quien no entendía ni jota de lo que ocurría en el Perú, o sea que no me quedó más remedio que empezar a gritárselo de un extremo de la mesa, mientras los escoceses empezaban a encontrarnos altamente divertidos, increíblemente latinos, y la esposa de Aldana hacía lo posible por traducir lo intraducibie. Pero a mí ya qué me importaba. La cena transcurrió íntegra en castellano, sin que nadie ahí entendiera ni papa, y conmigo comiendo a un ritmo diferente a los demás, no sólo porque prefería discutir a comer, sino porque empecé a comer después de todos. En realidad, por discutir, no me di cuenta de que el dueño de casa había tomado la precaución de instalar a su linda esposa al otro extremo de la
mesa, y sobre sus rodillas, por temor a las consecuencias de mi proximidad. Era la primera vez que el pobre veía a un latinoamericano que había leído a Henry Miller.
ESTÁS LEYENDO
La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)
General FictionLa vida exagerada de Martín Romaña, publicada en 1981, es la tercera y, probablemente, la novela mayor y más característica del talante biográfico y narrativo de Alfredo Bryce Echenique. Si por lo primero estamos ante una biografía inclusiva, que ha...