Epílogo: La última muchacha que emigró de Cabreada en el sillón Voltaire...

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... O EL CURSO NATURAL DE LAS COSAS

Entonces me habría parecido imposible e Inés me habría aplicado cuello implacable, además. Y recuerden que hasta me fue imposible soñarlo, por temor a que ella se enojara conmigo, y porque entonces qué se me iba a ocurrir que a una muchacha destinada a cambiar el mundo se le pudiera cambiar el mundo de esa manera, ¡carajo! Octavia realmente la acertó al soltar su frase. Y yo que había andado caliente-caliente, como en el juego de la gallina ciega, yo que en mi sueño aquel del Frenopático, aquel de los aeropuertos y de Inés deseando hacer escala en Río de Janeiro, casi le digo que, aparte de Chico Pinheiro, en Río de Janeiro ella no conocía a nadie. Claro que conocía al economista ese que trató de robarme su cariño y que hoy es su esposo, pero decirle una cosa así era atreverse a decirle semejante cosa, entonces, y ni soñando me atreví. Y recuerdan que Inés me sonrió satisfecha en el sueño, y que de esta manera logré evitar una pesadilla soñando aquella vez en el Frenopático. De más está agregar ahora que también de esta manera se me escapó de entre las manos el desenlace de mi propia historia.
Felizmente. Hay que pensar qué me habría hecho yo con semejante desenlace en pleno Frenopático, en pleno vía crucis rectal. Demasiado. Habría sido demasiado. Y no exagero al decir que fue mejor que las cosas siguieran su curso natural.

En el curso natural de las cosas, Inés no soportó los efectos de la visita a Cabreada, y decidió probar suerte, con mucha suerte, en Río de Janeiro. Testigos son el lujo, la prodigalidad, Roberto, o sea el economista brasileño, dos preciosos hijitos y, valgan verdades, la amistad bien tirada a lo maternal con que me recibió cuando la
visité en Nueva Cabreada. Así fue, y mi espíritu deportivo no encontró mejor nombre que este de Nueva Cabreada para bautizar descriptivamente su inmensa mansión carioca, se me escapó, en realidad. Miré a Inés como quien se prepara a perder mucha edad y estatura, pero ella sonrió con franca alegría y con ese sentido del humor tan interesante que había puesto en funcionamiento, en vista de que Roberto carecía por completo de sentido del humor. Y no bizqueó ni una sola vez durante los tres días seguidos en que fui huésped de Nueva Cabreada.

Pero vamos de a pocos. Inés no pudo soportar que la gente muy pobre de su pueblo fuera más rica en contradicciones que yo (digo yo, porque mi persona era el mal ejemplo que ella usaba siempre, en París), sufrió muchísimo de procesión por dentro, y yo no me enteré de nada, por andar tan enfermo. En fin, cada uno se defiende como puede, pero Octavia fue testigo del estado en que me puso sólo la idea de que Inés hubiese sufrido, e Inés fue testigo del estado en que me puso sólo la idea de que Octavia pudiese sufrir. Y las dos fueron buenísimas conmigo cuando se trató del sufrimiento de la otra.

—¿Y cuándo se va a tratar de ti? —me preguntó, hace algún tiempo, el pérfido Alfredo Bryce Echenique.

A mala hora creí que la tensión entre él y yo había terminado tras el desquite de Sitges, y le solté esa confidencia. Miren la bajeza con que me respondió. Me dejó enfermo con su frase, porque uno se defiende como puede, y porque yo creía que después de haberlo agredido en Sitges, las cosas entre nosotros seguirían su curso natural. Pero vamos de a pocos. Él me había noqueado en París, en uno de los peores momentos de mi vida, y ahí en Sitges, aquella tarde primaveral, al borde del mar, cuando lo divisé escondido detrás de una palmera, me sentía totalmente modernizado y reconstruido. En París me esperaba Octavia, en Barcelona, José Luis Llobera acababa de decirme que ni una sola pastilla más, Octavia por la mañana, Octavia por la tarde, y Octavia por la noche, un hombre sano no podía desear más. Qué mejor momento pues para noquear a Bryce Echenique, tú me noqueaste allá, Alfredo, déjame noquearte aquí, he venido desde París para que me confirmen que estoy sano, conoceré además de mi agresividad, quedaré por fin bien equipado para proteger mi
amor por Octavia. Sí, un desquite era lo justo.
Pero al pobre Bryce Echenique lo encontré peor que noqueado. Estaba haciendo el ridículo en Sitges, y no lograba salir de esa situación de puro ridículo. Vi que me hacía señas, que me llamaba, no sé para qué me llamaba tanto si cuanto más me acercaba más se escondía.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora