3.3.- El pueblo de Inés, vuelto a visitar, en mi sillón Voltaire

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Sí, es preferible así. Es preferible para todos que yo cuente esta visita hoy, bien sentadito aquí en mi Voltaire, y con toda la sal y pimienta que Octavia le agregó, sentada a mi lado, sobre una vieja alfombra, un poco para alegrarme la tristísima vida que yo vivía tras la partida de Inés, y un poco por ayudarme a comprender y a aceptar la verdad verdadera de lo que ocurrió ante los ojos del debilitado observador que llegó a aquel pueblo, en el lejano verano del 68. Hoy, años también después de habérselo contado a Octavia, hoy, que hace años que a ella se la bautizó con el nombre de Petronila, entre muchos otros, en reconocimiento de su abolengo medieval, y hoy, en que, muy desgraciadamente para mí, Octavia no está tampoco a mi lado, aunque yo me siento bien por lo mucho que he escrito ya en este cuaderno azul, también el camino seguido por Inés tras su partida me permite contar mejor esta historia. Qué poco podría contar, en efecto, esa especie de aterrado preenfermo, al que sólo la esperanza de una reconciliación definitiva con su esposa hacía no declararse a gritos enfermo todavía.

Bien, estamos en 1968, pero yo estoy también en mi sillón Voltaire, hoy. Inés y su desastre, que la quiere, la admira, la envidia, pero que al mismo tiempo empieza a ya no dar más, han llegado a la ciudad de Burgos, y de ahí se han trasladado a Lerma, porque en Lerma ella tiene un primo obrero y en una fábrica, agárrame esa flor, Martín, en tu familia cuándo alguien. Claro que no lo dice, pero me lo acaba de decir con la miradita esa. A mí ipso facto se me ocurre que, por ser más frecuentes estas deformaciones entre la gente pobre, de lo cual mi familia no es la única culpable, miradita a Inés que ella no entiende, a lo mejor el primo obrero de Lerma es el hombre con el que debo cruzarme obligatoriamente en la vida: el de la primera oreja normal y la segunda del tamaño de una hoja de plátano. Consumía toneladas de valium, por aquel entonces martirológico.

Fábrica. Inés pregunta por su primo, y no sé si es porque está guapa como nunca, muy a pesar suyo en una fábrica, pero nos llevan directamente hacia la caldera del diablo que alimenta, a lampadas de pulmón, su importantísimo primo obrero que yo
no tengo. Inés me observa y yo observo a Inés observándome orgullosa. Llegamos a una especie de infierno que me conmueve hasta pensar en adherir nuevamente a algún partido en el que no milite Mocasines, y en ese infierno está su primo prácticamente incendiándose. Ignora por completo que le han llegado unos parientes peruanos, mientras otros dos obreros, que son menos importantes y ganan menos por hora, ley de la oferta y la demanda, supongo, le arrojan baldes de agua fría para mantenerle la temperatura del cuerpo a un nivel humano porque realiza un trabajo completamente inhumano. Lo iluminan tanto las llamas, que yo, que he llegado siguiendo a Inés en su orgulloso descenso hacia estos territorios realmente dantescos, logro comprobar de una vez por todas que la oreja derecha y normal de mi pariente político obrero me oculta, al lado izquierdo, una aterradora sorpresa del tamaño de una hoja de plátano. Aprovecho para llorar, ya que ahí todo el mundo suda a mares y hay un ruido tan espantoso que nadie se da cuenta. Bueno, nadie no, Inés sí se da cuenta, por supuesto, me está observando observarla. En ese instante, abrazarla es más fuerte que yo, y así lo hago y ella me rechaza avergonzada pero yo sigo deseando
conocer a Inés por primera vez en mi vida en ese lugar y pedirle inmediatamente que, por favor, se case conmigo y que no nos vayamos a vivir a París.

Mientras tanto se le han dado de alaridos al pariente obrero y éste por fin comprende de qué se trata el asunto e interrumpe orgullosamente la cadena del trabajo porque, como nos lo explicará más tarde, es un hombre libre y hace ese trabajo porque le gusta y porque no quiere cometer la tontería de otros primos de emigrar a América. En España y con Franco se está mucho mejor. Uno pertenece al lugar al que pertenece aunque los hay muy despiadados que abandonan a sus padres viejos en el pueblo y se van a probar suerte a América, él no tiene nada que
envidiarles a ésos, qué va a tener él que envidiarles a ésos, aquí se está mejor que allá. Así empezó el discurso del primo obrero Jaime, quien tardó más o menos dos horas en lograr que viéramos que tenía el pelo rubio, los ojos verdes, la piel prematuramente resquebrajada, y salió por fin limpio de la ducha de la fábrica, a
invitarnos a una copa.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora