1.5.- Efectos Henry Miller

177 1 0
                                    

Y hasta yo empecé a comer postre con fideos, con el tiempo. Uno se acostumbra a todo, en realidad, y la vida de becario no era tan cruel en esos tiempos. Además, la unión hace la fuerza, y los peruanos andábamos junto para arriba y para abajo. Eso me jodia un poco, es cierto, pero tuve la suerte de conocer a tres norteamericanos, que hice pasar por ingleses, para evitar que me llamasen reaccionario otra vez, y a un abogado inglés que andaba siempre entre Londres y París por su trabajo, al que hice pasar por estudiante de Derecho para evitar que me llamaran reaccionario otra vez.

No era nada fácil ser consecuente con sus ideas en aquellos tiempos, y a menudo había discusiones fuertes y hasta pleitos mortales, pero todo el mundo se volvía a encontrar y hacía las paces el día que pagaban la beca. Era el mejor día del mes. Temblábamos de dicha ante una ventanilla en la que habían puesto un letrerito que decía: NO ALOCARSE, POR FAVOR.

La vida de becario tenía sus ventajas, pero yo no sabía aprovecharlas y terminaba siempre obteniendo el efecto contrario. Los amigos me aconsejaban, me decían que
viviera con más serenidad, que ya no estaba en el Perú, pero a mí siempre me ha costado trabajo no seguir siendo el mismo. Un día, por ejemplo, nos avisaron a algunos becarios que por un franco teníamos derecho a una noche en el Crazy Horse.

Acudieron todos, como moscas, pero sólo los que llegamos a tiempo logramos que nos dieran el pase. Ya no era época de turismo, y el asunto consistía en llenar los huecos del cabaret, sentaditos con corbata en una mesa, y con una copa de ginger-ale
para que los clientes pensaran que era champán. Si, por casualidad, llegaban más clientes de a verdad y solicitaban nuestra mesa, un mozo nos traía elegantemente un papelito que parecía la cuenta, y a casita todo el mundo. Ése era el trato. Terminé sentado en una mesa con un español, con Francisco Zárate y con un colombiano apodado Huevoduro.

Y ahí arrancó el lío, porque a mí de pronto se me paró diferente que en el Perú, y se me paró además mucho antes de que arrancara el show de las famosas calatitas del Crazy Horse. En realidad, se me paró en pleno número de prestidigitación, aunque
tampoco el mago tenía nada que ver con el asunto. Más bien parecía ser cosa de Henry Miller, cuyos libros había estado devorando en esos días, a escondidas de la Sorbona y de Merceditas, como quien lleva una doble vida, como un esquizofrénico, aunque nunca se me ocurrió que esas lecturas estuviesen influenciándome tanto y que pudiesen surtir efecto tan inesperadamente. Necesitaba una mujer, necesitaba una mujer para contarle muchas cosas y para estrenar algo con ella. Decidí que la muchacha que estaba en la mesa de al lado con sus padres era lo que yo necesitaba, y empecé a actuar con un desparpajo cuyo centro motor me estaba funcionando indudablemente en el pene. La muchacha sonrió como si también hubiese leído a Miller, y sus padres aceptaron su sonrisa como si yo fuera un turista ricachón divirtiéndose en París como ellos. A mí qué me importaba, yo estaba dispuesto a prometer matrimonio, yo estaba dispuesto a inmolar mi crisis liberadora ante un altar, si era necesario. Porque eso es lo que parecían andar buscando sus padres, daban la impresión de estar paseando a la chica por Europa a ver si conseguía un buen novio.
Me dispuse a ser ese buen novio, al menos por una noche, cuando de pronto apareció un mozo explicándonos bajito que habían llegado clientes de verdad para nuestra mesa, y entregándonos el papelito que parecía la cuenta.

—Yo no me muevo de aquí —les dije a mis tres compañeros de mesa, sin entrar en más explicaciones. Y pedí una botella de champán.

—No seas bruto —me dijo Huevoduro—. Se te va a ir media beca.

—Me queda la otra mitad para otra botella —le dije, explicándole al mozo que a sus clientes podía sentarlos en otra mesa, porque yo acababa de convertirme en cliente de verdad.

Cuando pedí la segunda botella, el español me acusó de dármelas de señorito, pero yo estaba demasiado ocupado con la muchacha de al lado, y continuaba sexualizándome íntegro. Por fin, decidí acercarme a su mesa, saludé a sus padres, les expliqué lo mejor que pude lo que me estaba ocurriendo, y los espanté. La muchacha bajó los ojos, yo le acaricié una pierna por debajo de la mesa, y su papá gritó que era el embajador de Honduras, qué me había creído yo. Pusieron el grito en el cielo, llamaron a medio mundo, y yo sólo atiné a acariciarle otra vez la pierna a la
muchacha, mientras dos tipos me alzaban en peso y me pedían que los acompañara hasta la puerta. Salí prácticamente en hombros y protegiéndome el pene al máximo.

Mis compañeros de mesa pagaron la cuenta, y después, afuera, me exigieron reembolso. Me quedó algo para un taxi, o sea que volé a mi departamento, me prendí del teléfono, y estuve llamando a todas las mujeres que conocía en París. No eran
muchas, la verdad, y ninguna intentó siquiera comprenderme, con el pretexto de que eran las cuatro de la mañana. Decidí entonces llamar a Inés a Lima, pero seguro que le iba a pegar el gran susto, iba a pensar que me había matado, sabe Dios qué iba a pensar. Inés siempre pensaba lo peor, cuando se trataba de mí.

La Navidad siguió acercándoseme, aunque la verdad es que gracias a ella me llegó por fin el tan esperado cheque de mi padre. El viejo tardaba pero cumplía. Siempre me decía que era el último cheque, de ahora en adelante tendrás que arreglártelas con tu beca, Martín, como todo el mundo, y me hacía recordar la tarde
en que anuncié mi decisión de partir a Europa.

—De acuerdo —me dijo—, haz lo que te dé la gana. Pero que conste que no pienso ayudarte con un centavo.

Nunca estuve tan seguro de que me ayudaría siempre. Hasta me envió una tarjeta de recomendación para uno de los directores de la Société Générale.
Corrí a visitarlo, en la primera oportunidad, y sin contarle nada a ninguno de los muchachos del hotel sin baños. Simplemente me puse una corbata y fui y pregunté por el amigo del pueblo ese. Entregué la tarjetita, y me senté a esperar que saliera la versión francesa de mi padre, mientras comprobaba que en los Bancos de París no había porteros negros como en Lima. Una lástima, habría dicho mi abuelita, con lo negros y altos que son, con lo bien que les queda el uniforme. El blanco que no quedaba tan bien como un negro volvió con la tarjetita y me dijo que por favor lo siguiera. Me incorporé, me cagué en el recuerdo de los muchachos del hotel sin baños, y empecé a cruzar reaccionariamente salón alfombrado tras salón alfombrado,
hasta que llegué a la oficina de mi padre. Casi lo abrazo, pero los franceses son más bien parcos en estas situaciones, y opté por un fuerte apretón de manos. El tipo me dijo que estaba a mi disposición, y yo le sonreí. Me dijo que ahí estaba él, para lo que
yo necesitase, y yo le sonreí. Me preguntó en qué podía servirme, y yo le sonreí. Me invitó a comer a su casa, y yo le sonreí. Por fin él también se sonrió, y yo le estiré la mano sonriente y quedamos para el día siguiente en su casa de Saint-Germain en Laye, a las ocho en punto de la noche.

Fue una deliciosa comida que transcurrió entre sonrisas, pero las comidas con invitados eran más divertidas en mi casa. Siempre había un perro que se tiraba un pedo, o algo, mientras mi padre anunciaba que habían visto al Che Guevara merodeando por todas las sucursales del Banco. El día en que le pregunté si merodeaba por todas las sucursales al mismo tiempo, gritó que sólo faltaba un comunista en la familia y se armó la de Troya. Siempre nos olvidábamos de los invitados, al final, y volvíamos a ser la misma familia de siempre, cada cual peor que el otro, según mi padre.

Llegaron, por fin, las vacaciones de Navidad, y decidí irme a Escocia a visitar a los Aldana, para luego regresar a Londres, donde mi amigo abogado me había propuesto reunimos con otros amigos y pasar el Año Nuevo juntos. Antes de partir tomé la precaución de cambiar la cerradura de mi departamento, para evitar que los muchachos del hotel sin baños lo utilizaran de anexo y organizaran en mi ausencia una orgía para recolectar fondos pro verdadera reforma agraria en el Perú, o algo por
el estilo. Definitivamente, vivía desgarrado entre Henry Miller, Merceditas, la Sorbona, TIERRA O MUERTE, y mis relaciones con importantes abogados ingleses.

Y, sin saberlo, tenía además delante de mí una larga sesión de desencanto.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora