2.11.- Paréntesis

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Sófocles, el creador de Edipo, rey griego famoso por su complejo, según lo define un increíble pero existente diccionario latinoamericano del siglo XIX, no tenía un pelo de tonto. Modestia aparte, yo tampoco. Y que se me perdone el andarme divirtiendo a ratos, pero esta escritura en mi cuaderno azul me devuelve la vida por momentos, y ya habrán notado que también por momentos me hace matarme de risa, aunque todo esté destinado a que yo termine, otra vez Andrés, en el aeropuerto, con el orgullo y el nudo de la corbata por los suelos, porque Inés, mi adorada Inés, ha decidido abandonarme por una causa superior. Que es más o menos la época en que felizmente se me aparece Octavia miopísima y me señala, desde una prudente distancia, los cinco bultitos mágicos y simbólicos que aquí tengo todavía, obligándome, porque se lo merecía, sí, Octavia se lo merecía todo, a contar por primera vez esta historia y a terminar también en el aeropuerto con el orgullo y el nudo de la corbata en el consabido lugar. Así es la vida, risas y lágrimas (banal estáis, Martín Romaña), y es también como en esa canción de los Bee Gees, en que hay un tipo que empieza un chiste y todo el mundo se pone a llorar y todo el mundo se empieza a reír, como si se tratara de un chiste (meloso estáis, Martín Romaña), lo cual para mí constituye básicamente un problema de tiempos de la vida que no se dan al mismo tiempo y que no deben ser objeto de burla porque a todos nos puede suceder que uno de esos tiempos o incluso una canción cualquiera nos sorprenda completamente extraños en la noche (pesadote estáis, Martín Romaña, salid ya del sillón Voltaire y abrid por fin el paréntesis anunciado, aprovechando de paso para cerrar éste, tan inesperado y que no sé qué intenta).

Bien, nos quedamos en que Sófocles y yo no teníamos un pelo de tontos. Por lo demás, todo sigue igual en nuestro departamento, aunque yo más bien tendiendo a empequeñecer observador tras haberle ofrecido turrón al descomunal cuadro revolucionario, momento en el cual decidí meterme en este paréntesis porque empecé a observar situaciones francamente exageradas. Lo que observaba, en el fondo, era lo mismo de siempre, o sea la vida calladita, que en este caso era el recién llegado olvidándose de sus bombas y de los almidonados intelectuales franceses, para dedicarle toda su atención a mi señora madre, como él la llamaba. Él, por su parte, se llamaba Roberto López, y a mí me estaba llamando mi mamá a un rinconcito de la cocina, para preguntarme quién era ese cholo tan buenmozón. Le dije, muerto de risa, para mis adentros, mamá, por favor, es un hombre de extrema izquierda y tú eres una señora que viajaba por Europa con sus padres y que se alojaba en los mejores hoteles.

-Es que me hace gracia, Martín -dijo mi mamá, añadiendo que se sentía mejorcita, añadiendo que por primera vez se sentía bien en París, y añadiendo, por último, aunque esto no es más que el comienzo, que se sentía mejor que en Lisboa y que en Madrid.

-Mamá, mejor partimos a la Costa Azul. No olvides que allá nos espera un dandy último.

-Ah, no, Martín; yo no me voy de París sin la excursión a la casa de Proust.

Dios mío, las cosas para las que sirve Proust. Mi mamá, por lo pronto, lo estaba utilizando para retrasar su partida de París, cosa que tuve que avisarle a José Antonio, y para entregarse a interminables diálogos con el cholo buenmozón, ah, la muy sabida, lo malo es que yo temía que Roberto López se cagara en mi madre, o por lo menos se cagara de risa de mi madre. ¡Qué va! Roberto López más bien empezó a lagrimear como loco con las cosas que le contaba mi madre, su juventud en Europa con su papacito, en los mejores hoteles con su papacito, su matrimonio que deslumbró a Lima, los regalos que le hizo el presidente de la República...

-Señora -la interrumpió Roberto López-, ese presidente, y tal vez el mismo día en que le envió su presente de bodas, lo estaba mandando torturar a mi padre; lo colgaron de una soga y lo molieron a palos, señora.

-Fíjese usted cómo es la vida, Roberto. Pero sírvase más turrón.

Realmente, a lo único que yo le tenía miedo, era a las servidas de turrón de Roberto. Porque siempre se servía más, y usando el cuchillo con tal violencia, que prácticamente me degollaba la mesita sobre la cual lo había dejado, salían volando los pedazos de turrón, y yo veía al monstruo sacándonos más de lo que ya nos había sacado de garantía por sus muebles. Pero quién frenaba a Roberto López, tenía hambre de buen turrón y hambre también de señora de la buena sociedad limeña, qué otra explicación cabía a que se pasara la tarde sentado en nuestro departamento,
desde que la conoció. Y mi madre insistía en que sin visitar la casa de Proust, ni hablar de partir a la Costa Azul. Pobre Proust, para lo que puede servir.

Las conversaciones se volvieron tan interminables como las evocaciones de la juventud dorada de mi madre, de su consiguiente y dorado matrimonio con mi padre (por fin lo mencionaban al pobre), en un mundo en el que sus hijos habrían de tener también una educación dorada. Roberto López, que no perdía la oportunidad de volver a colgar a su padre de una soga, me miraba con una enorme lágrima permanentemente instalada en el ojo izquierdo, como diciendo que yo era el fruto, dorado por fuera y podrido por dentro, de ese mundo.

Y así siguieron las cosas, hasta que me di cuenta de que el centro de interés de tanto diálogo se había desplazado por completo de Edipo hacia Yocasta, y que el lagrimón de Lagrimón, apodo con el que lo inmortalizó el humor eterno de los peruanos de París, no tenía nada que ver con la causa dorada y podrida que era yo.

Roberto López se emocionaba hasta el lagrimón porque de golpe había descubierto que el mayor deseo de su vida era convertirse en psicoanalista almidonado, sin bombas en su pasado, y hasta francés, ¡Señor, por qué los seres / no son de igual valor!, de señoras como mi señora madre, tan enfermas de evocación, tan exquisitas en el pago, tan llenas de inexistentes problemas que yo, Roberto López, les resolveré algún día. Pobre mi mamá, francamente la estaban engañando de entrada, ella que se entretenía tanto y que hasta se estaba sintiendo mejor que en Lisboa y que en Madrid, porque el cholo, aunque de extrema izquierda y con papá eternamente colgando de una soga, era buenmozón, inteligente y hasta fino (la coquetería de mi madre no tenía límites), mientras que el otro, en vez de estudiarle la coqueteada y responderle como era debido, o al menos invitándola a escuchar una intervención pública de Sartre contra la guerra de Vietnam, le estudiaba la generosidad con que ella le invitaba a más turrón, para mi espanto, porque se sentía ya dueño de ese caso perdido de generosidad que le había permitido encontrarse a sí mismo. Mi madre trajo ocho turrones más, Lagrimón destrozó la mesita, Inés me acusó de estar muerto de celos por haber alquilado al fin un automóvil, para visitar la casa de Proust, y yo dejé a Roberto López detectado como hombre de gran futuro en el campo del psicoanálisis peruano. Me equivoqué, porque acabó mucho más lejos, pero de todo ello me ocuparé en su momento, ya que Lagrimón se merece mucho más que un paréntesis y, perdonando lo edípico, también mi madre se merecía algo mucho mejor que Lagrimón.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora