3.1.- Desdoblado en Bilbao (demasiado tarde demasiado tarde demasiado)

10 1 0
                                    

Merezco vomitar ya, me dije, tras haber dejado esfumarse la sonrisa y las piernas del espíritu del 68, que con sobrehumanos esfuerzos había evocado para que me ayudaran a mitigar el espantoso dolor del porrazo estomacal. Merezco vomitar ya, me repetí, desdoblándome y buscando en el bolsillo del saco las llaves del departamento de Mario y Josefa. Bueno, primero había que tocar para que el guardián me abriera la puerta de acceso al edificio, lo cual implicaba sonrisa, explicaciones acerca de mi persona, aunque ya Mario y Josefa me hablan dicho que a nuestra llegada estaría prevenido. Nuestra llegada era la de Sandra y la mía. Demonios, espero que ahora no piense que soy otro porque llego solo. Pero no pensó nada por la simple razón de que no estaba. Era su día libre. Quien me explicó era un señor mayor y canoso que ante mis insistentes llamadas acababa de asomarse por una de las ventanas encendidas. Acababa también de preguntarme qué deseaba yo.

—Buenas noches, señor. Perdone que lo moleste, pero es que los señores Feliu me han dado en Barcelona la llave de su departamento, para que pase aquí unos días visitando Bilbao. Ellos quedaron en avisarle al portero.

—El portero no está.

—Sí, señor, el portero no está y yo sólo tengo la llave del departamento. Podría ser tan amable...

—Pero aquí a quién le consta que es usted amigo de los señores Feliu.

—Pero es que tengo la llave de su departamento, señor.

—Lo siento, joven, pero aquí uno no se puede fiar de cosas como ésas.

—Pero entonces, señor, ¿de dónde voy a haber sacado yo la llave del departamento de los señores Feliu?

—Eso es problema suyo, joven. Yo no puedo abrirle.

—¿Y quién puede abrirme, entonces?

—A mí qué me pregunta usted.

—Señor, por favor, son las doce de la noche; no puedo quedarme en la calle; no puedo quedarme tirado en un parque a las doce de la noche. Mire, señor, le ruego llamar a los señores Feliu por teléfono.

—Bueno, vamos a ver. Voy a consultar con otros vecinos que están despiertos, que no es hora esta de andar despertando gente aquí, ni tampoco a los señores Feliu en Barcelona.

—Mire, señor, por favor, si quiere usted una buena prueba de que le estoy diciendo la verdad, aquí tengo el teléfono de los señores Feliu en Barcelona.

—Eso déjelo estar, que en casa también tenemos ese teléfono y además usted pudo haberlo obtenido en cualquier guía de Barcelona.

Diré, con toda sinceridad, que conversaciones como ésta permiten soportar casi confortablemente el espantoso dolor de un porrazo en la boca del estómago. Hijo de la gran puta, viejo de mierda, no bien desapareció a consultar con los vecinos sólo me quedó aquel dolor que precipitaba las náuseas. Salí disparado a doblarme contra el muro y ahí estuve dejando caer chorritos de bilis sobre el césped. Se secaría para la mañana siguiente, nadie lo notaría, el viento se llevaría el olor. En todo eso pensaba, e incluso estaba volviendo a evocar a Sandra, para que me tapara el perfil más hermoso que Inés había visto en su vida, muerto ya, cuando el viejo canoso me volvió a llamar y pude notar que muchas ventanas se habían abierto, dejando aparecer muchas vidas respetables más, en bata, en camisón, en pijama, y alguna que otra cabeza con ruleros. Me desdoblé ipso facto y regresé al centro del cuadrilátero, un punto iluminado del parquecito en el que todo el edificio tenía la posibilidad de contemplarme desdoblado, educado, amable, muy paciente. Sonreí, también, por supuesto.

—Hemos hablado con el señor Feliu y el señor Feliu ha dicho que le ha dado la llave a una pareja. Y yo no veo una pareja por ninguna parte.

—Mire, señor, por favor, en efecto yo venía con una amiga norteamericana.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora