3.7.- Enormes deseos de vivir

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Sí, eran realmente enormes, según el doctor Llobera. Aunque lo malo es que a

veces los deseos resultan tan difíciles de realizar. Ello, en mi caso, se debió en parte a

la impaciencia de Inés, a la irritabilidad que le causaba tener que convivir con un

hombre en cuya enfermedad no podía creer, soplándose encima de todos los efectos

secundarios de un tratamiento en el que tampoco creía, y a cuyo médico odiaba a

muerte, a pesar de que a ella mil veces le juré que había sido republicano durante la

guerra civil. Inútil, su reacción fue siempre la misma: una cara de cuatro metros, más

la dolorosa aplicación del cuello aislado del cuerpo, algo contraindicadísimo con las

pastillas que me habían recetado. Pobre Inés, me cansé de rogarle, me cansé de

decirle que yo sin ella, en fin, que nunca la había necesitado tanto en mi vida, pero ya

estaba escrito que regresar cuanto antes al Perú era lo que ella más necesitaba en su

vida, y que yo, enfermo imaginario y heredero real de fatídicas taras trascendentales,

era por aquellos días lo que menos necesitaba en la vida. Pero todo aquello lo

comprendí mucho tiempo después, al adivinar por fin cuál era su secreto profundo, y

cuáles los insoportables demonios que combatían en su mente y en su alma mientras

me acompañaba incrédula e impaciente por los desfiladeros gris oscuro de mi

espanto. Sólo entonces se me aclaró todo. Incluso la enigmática frase que Octavia

había pronunciado cuando le conté la visita al pueblo de Inés.

-Martín, algún día comprenderás que Inés fue la última muchacha que emigró

de Cabreada.

Pobre Inés, tuvo que esperar mucho todavía antes de emigrar de Cabreada, de

París y de mí. Y pobre yo, también: mucho, muchísimo tendría que esperar antes de

ver realizados mis enormes deseos. Ello se debió, en gran parte, a la forma tan

exagerada en que se fueron alargando y complicando las cosas. Es lo lógico, pensarán

muchos, claro, pero la verdad es que, por aquellos días, ni la pobre Inés, aguanta y

aguanta, ni el doctor Llobera, cada día más noble y generoso, ni los Feliu,

extraordinarios como siempre, ni yo mismo, tan curtido y experto, ni nadie, habría

podido remotamente imaginar los abracadabrantes caminos que me llevarían hasta las

situaciones más exageradas del mundo. Pero vamos por partes. Ésta es la puramente

depresiva y neurótica. También la de total ausencia de agresividad contra el mundo y

la de mis esfuerzos por aprender a conservar mi edad y estatura en todas las

circunstancias, un aprendizaje de la agresividad, digamos. La parte que sigue, la del

culo, la rectal, la demencial, la exageradísima, es y no es otra historia, porque, como

han escrito los autores, nada tiene que ver el culo con las témporas. Pero avancemos

con orden, pues sólo de esta manera podrá ser detenidamente observado y verificado

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora