1.17.- Un rincón cerca del cielo número tres

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Sí, felizmente existía mi techo. Porque uno podía pasarse días, semanas, meses, descubriendo que el mundo es diverso, complejo, que el mundo está lleno de alegrías y de lágrimas en los ojos, y que la claridad nunca es tan meridiana como lo pretendía
mi Director de Lecturas en el mundo del Grupo. En un techo leía yo aquellas cartas de Marx a su hija, diciéndole que dejara en paz al poeta Heine con sus desvarios, me enteraba de que Lenin era capaz de todo menos de escucharse una sintonía de Beethoven, por temor a que le hiciera trizas un alma cuyo tiempo completo estaba consagrado a la revolución. Allí aprendí que también para ellos existía la debilidad y aprendí a admirarlos más por aquellos momentos en que fueron hombres sentados a la mesa con su esposa, quejándose del frío y de un cheque que no llegaba, años y
años antes de que mi Director de Lecturas los convirtiera en bustos de mármol con obras de mármol en varios tomos plagados de mandamientos entre divinos, para ángeles muy ordenados, y de mármol. No, la vida no era tan simple. Y, como decía no sé quién, en invierno es mejor un cuento triste. En todo caso, a mí el panadero de la esquina sólo me saludaba cuando en París aparecía un rayo de sol.

Me volvía emotivo en las largas horas que pasaba encerrado trabajando en mi cuartito. Y francamente, solo en ese techo, conocí algo, mucho, de aquella solidaridad internacional que tanto me cautivaba en L'espoir, la novela de Malraux sobre la
guerra civil española. Claro, me sirvió de mucho en la vida, pero de nada en la literatura, porque un día en que se me estaba filtrando demasiada lluvia por las rendijas de la claraboya, arrojé a la basura el manuscrito del libro de cuentos que estaba escribiendo, y me arranqué con uno sobre los sindicatos pesqueros y sus pescadores sindicalizados. El tono era solemne, sublime, y me imagino que también realsocialista; era, en todo caso, terriblemente bienintencionado. Cito un párrafo, a guisa de ejemplo:

Siendo aún muy niño, y siendo mi padre dueño de enormes flotas
pesqueras, solía yo acompañarlo a visitar ese trozo de mar peruano que él creía, por derecho divino, pertenecerle, y que, por ser yo su hijo, debería recibir algún día en herencia, de acuerdo a lo prescrito por el Código Civil Peruano de 1936. Pero algo notable ocurría en mí desde entonces. Yo debía ser un niño de la aurora, esa luz sonrosada que precede inmediatamente la salida del sol. Y, cuando los sindicatos pesqueros se hacían a la mar, nunca vi
en ellos ganancia, como solía ver mi padre. Desde muy temprano en mi vida, en ello no vi otra cosa que esa solidaridad de los hombres de la mar adentro.

De antología, el parrafito, pero qué iba a hacer, si a menudo mi vida era también de antología allá en mi techo. Estaba yo escribiendo de lo real y de lo socialista, estaba yo escribiendo emotivamente, y de pronto pasaba Carmen la de Ronda, cien
kilos a los veinte años, belleza y alegría populares en el rostro todo el día, aun mientras se limpiaba medio edificio burgués a cambio de un rincón, cerca del cielo, un bebe recién nacido porque una mujer que no pare no es mujer, y Paco su esposo, que merece párrafo aparte, todo en un cuartito igual al mío, aunque ella ahí además cocinaba, lavaba, cantaba y recibía a sus amigos españoles los domingos. Pasaba Carmen y me tocaba la puerta.

—Bajo a comprar pan, Martín. ¿Te subo tabaco?

—Gracias, Carmen, tengo todavía.

—Vale. Hasta ahora.

Se iba como si nada. Y así tocaban y se iban Enrique, Paolo, Nadine, Giuseppe, Francesco, Michèle, Renée, Rolland, Pierre. Hasta Marie, la mudita, la belleza proletaria del marido desconfiado, tocaba y se iba así. Era la parca solidaridad del
pueblo de aquel techo. Era hermosa, hermosa y sobre todo sumamente necesaria porque eran nueve pisos de escalera y había que pensarlo muchas veces antes de olvidarse de algo abajo y tener que bajar y subir de nuevo. Total que cada vez que me
tocaban, yo le añadía más pescadores sindicalizados al mar de mi padre, y la vida era bella y emotiva en París, y de seguir así, a lo mejor lograba ser útil en algo y hasta lograba pasar a la categoría de oveja negra. Marx me había herido mucho con eso de que de ovejita no pasaba. Y yo en ese techo sin ascensor y por la escalera caracol estaba aprendiendo mucho sobre la gente que él defendió.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora