1.7.- Martín Romaña creía firmemente

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Creía al pie de la letra que una vida en Europa suponía una buena dosis de bohemia, para ser digna y provechosa. O para estar a la altura. Nunca se preguntó a la altura de qué, porque ese tipo de preguntas le era indiferente. Bastaba con creer en algo, y él había salido del Perú creyendo en eso. Todas sus informaciones culturales lo llevaban a creer en eso. Quería aprender muchas cosas, en la Universidad y fuera de ella, y quería vivir con la intensidad bohemia con que muchos otros, antes que él, habían vivido en París. Esta ciudad, en particular, se prestaba para ello, a decir de todo el mundo. Y Martín pensaba que se prestaba para ello hasta el punto de existir sólo para ello. París era una ciudad hecha sólo para gente con sus ideas y convicciones. O sea con muchas ideas y convicciones contradictorias, aunque compatibles en cierto modo. Cada día, cada hora, era una fiesta en potencia, si uno deseaba tomar la vida así. Y desde París, también se podía largar uno a todas aquellas ciudades españolas, italianas, griegas e inglesas, con el mismo espíritu de fiesta en el organismo. Mucha gente antes que él había vivido así. Otros habían abierto la ruta. Él no tenía más que seguir el ejemplo, y saber elegir bien a las personas que lo ayudarían a darle relieve a su vida futura. Hablaba inglés, francés, italiano y alemán, casi tan bien como el castellano. Su posición era, pues, privilegiada. Podría realmente conocer a gente muy distinta y compartir a fondo sus distintas maneras de vivir. Creía firmemente en todo aquello cuando partió a Edimburgo y a Londres por primera vez.

Fue corriendo, fue sin saber bien adonde iba, pero fue quemando etapas. Fue como alguien que se siente invulnerable a todo, como alguien que está dispuesto a darlo todo y a vivir una vida en la que había tiempo y fuerzas para todo.
O sea que Londres, a ese nivel, fue un golpe bajo, como un anuncio. Había vivido a la altura de sus ideas, había vivido corriendo, pero de pronto se había tropezado y había caído. De alguna manera muy molesta se había tropezado y había caído en algo que le dejó trabadas las piernas en su carrera. Londres, su primer viaje de muchacho libre, significaba un despliegue de energías sin límites, sin tiempos de descanso ni horarios. Había demasiadas cosas que hacer, demasiada gente que conocer,
demasiadas alegrías que compartir. Pero ahora, de regreso de allá, sentado en el avión al lado de Philip, que de rato en rato le preguntaba preocupado cómo se sentía, Martín Romaña continuaba pensando en Martín Romaña. La gente, y la gente eran para él sus primeros amigos en Europa, se había formado ya una idea de él. Martín Romaña era un tipo vital, exuberante, gracioso, y dotado de energías a toda prueba. Martín Romaña era el primero en empezar una fiesta y el último en acabarla. No había un solo aspecto de la realidad que a Martín Romaña no le interesara. Martín Romaña no tenía prácticamente vida privada, ni horas de trabajo, ni horas de sueño. Era el tipo más disponible del mundo, y a la gente le gustaba eso. Le gustaba que siempre
estuviese libre para empezar cualquier cosa. Martín Romaña sintió ganas de llorar en el avión. Supo, por un lado, que la gente le gustaba demasiado, que no podría decirle nunca no a una persona que venía a solicitarlo. Supo que su vida seguiría siendo ese despliegue de unas energías que de pronto no lograba encontrar de nuevo por ninguna parte, tras el tropezón de Londres. Estaba bañado en sudor, otra vez, y supo lo duro que iba a ser para él continuar viviendo como a la gente le gustaba que viviera. Había acostumbrado mal a la gente, pero no podría vivir tampoco sin que esa gente lo viera siempre a la altura de su reputación. Se sintió doblemente herido, y pensó que la vida iba a serle muy dura con la sonrisa y una copa siempre en los labios, y sin poder decir jamás que se sentía muy débil, que se sentía doblemente herido y que detestaba cada copa que bebía. Doblemente herido porque lo de Londres había sido un aviso y él creía en esos avisos, y porque sabía que estaba regresando a París con fiebre y con ganas de ser él mismo, por una vez en la vida, con ganas de tirarse en una cama y de no sonreírle a nadie, pero que nadie le iba a dejar tiempo para sentirse como se sentía
y que él le iba a hacer caso a todo el mundo aunque se sintiera así, como un aviso clavado muy hondo.

Media hora después, ya estaban en un taxi rumbo a París. Philip le había propuesto que pasara la noche en su departamento, y él había aceptado, aunque hubiera preferido enfrentarse con la llegada a su departamento. Estaba seguro de que los muchachos del hotel sin baños le habían hecho alguna fechoría, y prefería
descubrirla de una vez por todas, pero aceptó la propuesta de Philip que sugería un duchazo y un trago para olvidar todo lo de Londres y empezar bien el año en París.

—Ya tienes que estar sano —le dijo Philip—. Ese médico de mierda no sabía lo que decía.

—¿No notas París cambiada? —le preguntó Martín.

—No sé qué le ves de cambiada. Es la misma vieja puta de siempre. Bella y parisina, al mismo tiempo.

—Yo la veo completamente cambiada. No sé. Debe ser la fiebre.

—Vamos, hombre. Un duchazo, un trago, y una camisa limpia.

Martín Romaña insistió en que lo veía todo completamente cambiado. Estaba desmayado cuando Philip lo miró para decirle que París era la misma vieja puta de siempre.

Le costó casi dos semanas dejar el departamento listo para que no lo deprimiera demasiado en las horas en que venía a arrojarse a la cama, exhausto. Los muchachos del hotel sin baños ayudaron bastante, es verdad, y mientras colocaban vidrios y limpiaban o pintaban paredes se echaban la culpa unos a otros. A Martín llegó a divertirle el asunto. Además, los muchachos le traían la comida y le habían conseguido a Juancito Velázquez, Pincel para sus amigos, un increíble médico peruano que lo llenó de vitaminas y le recomendó mucho reposo y abrigo todo el que tenga compatriota. Aparte de eso, podía seguir con su vida normal.

Martín Romaña consideró que una vida normal empezaba por sus clases en la Sorbona y regresó al calor insoportable de los anfiteatros. Pero ahora aplaudía menos que antes, entendía también menos que antes, y se aburría un poco más. Y ya no
pensaba que la culpa fuese de él, por extranjero o ignorante. No entendía porque no le interesaba entender, y porque, en cambio, había descubierto del todo que había muchas cosas lejos de esos anfiteatros que podían interesarlo más y hacerlo feliz y
mantenerlo a la altura de lo que había venido a vivir. Realmente le tomó una buena dosis de fuerza de voluntad permanecer ahí hasta que todo terminara y le entregaran algún cartón. Había deseado mucho un diploma, pero de pronto ahora pensaba que el
día que se lo entregaran se lo enviaría a su padre de regalo como había hecho antes con el diploma de abogado. Para los otros becarios peruanos continuaba siendo un loco. Pensaron que se había apaciguado un poco, cuando recién regresó de Londres,
pero el día que lo vieron llegar al restaurant universitario en taxi, decidieron que jamás cambiaría. Llegó oliendo a licor, y jurando que venía de ver izar la bandera peruana en el hospital Vaugirard, nada menos que en honor a Juancito Velázquez, mi
médico de cabecera y Pincel para sus amigos, el increíble peruano que lo seguía tratando. No podían creerle. A quién se le podía ocurrir izar una bandera peruana en honor a Juancito Velázquez.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora