¡No, no y no!, ¡he dicho que no y es no!, gritaba Octavia, cuando yo insistía en contarle que también había conocido la indignidad y la esclavitud. Y era tan coqueta que hasta cuando enfurecía no lograba evitar, detrás de sus furibundas reacciones, grandes asomos de rabiosa coquetería. Así, con detalles tan divertidos como ésos, que yo iba descubriendo poco a poco, gracias a la siempre triunfante alegría de su carácter, a aquella inevitable y sonriente coquetería final, vida pura que se derramaba bondadosamente ahí, ante mis tristezas, me enseñó a reír nuevamente. Y así, hoy, como si la literatura tuviera mucha, muchísima relación con la coquetería, aunque furioso por su ausencia, no logro evitar tampoco que todo aquello que viví, primero, y le conté, después, calificándolo de indignidad y esclavitud, se acerque a mi Voltaire, transformado ya en algo sumamente divertido. Gracias, Octavia. Gracias, cuaderno azul, gracias a los dos.
Y aquí acaba tanto agradecimiento y arranca nuevamente aquel otoño del 68, que muy pronto se convirtió en invierno del 69, aunque para mí duró siglos, siglos que lenta y penosamente atravesaron la primavera que llevó al verano en que, por fin, les mandé un SOS a los Feliu, a Barcelona, para que me consiguieran un médico que hablara mi idioma y que con bondadosas pastillas de diversos colores, o a todo color, de preferencia, lograra ayudarme a fondo en aquel proceso de modernización y reconstrucción que con tan buena voluntad había emprendido, y con tan mala enfermedad se me estaba yendo a la mierda, hundiéndome cada vez más en aquel pozo negro desde el fondo del cual clamaba y volvía a clamar en el desierto, sin que el cuello de la silenciosa Inés encontrara sogas que arrojarme por ninguna parte.
Vivía reducido a mi mínima edad y estatura. Nunca, desde que empecé este cuaderno azul, había estado tan chiquito. Los pantalones me quedaban todos enormes, no encontraba uno solo que me hiciera el favor de quedarme bien. Las correas me daban mil vueltas a la cintura. Opté, pues, por vivir definitivamente sin
pantalones, con lo cual creo que asumí definitivamente que estaba jodido, realmente muy enfermo. Inés, mientras tanto, había crecido hasta convertirse en un gigante, y creo que ambos recordábamos habernos amado mucho en un mundo lleno de
revoluciones que triunfaban todas. Yo continuaba reconociéndola y amándola, pero ella había empezado a bizquear nuevamente, como si no le bastara con lo chiquitito que estaba yo, para no verme.
Me enviaba al cine por las noches, cuando no tenía reunión con el Grupo. Me tranquilizaba bastante cuando me otorgaba esos permisos, porque así podía perderme por las calles, siempre en busca del hombre con la oreja-hoja de plátano. Lo fregado era cuando tenía reuniones con el Grupo, porque no me daba permiso para ir al cine y yo me quedaba en casa muerto de miedo de dormirme antes de que ella llegara. Me aterraba la idea de que no me viera dormido al fondo de la hondonada, y plaff, me
aplastara para siempre. Ese terror a la muerte por aplastón revelaba en el fondo un deseo de seguir viviendo. Qué bestia, lo masoquista que puede llegar a ser uno, a quién se le ocurre seguir viviendo en ese estado.
Y en esas condiciones de vida. No me ligaba una, todo lo hacía mal. Por ejemplo, cuando una tarde, tras haber potencializado mis valiums con una botella de cognac, consideré que había encontrado, por fin, una solución ecléctica para el problema de la
hondonada, que a pesar de todo insistía en conservar, lo cual era sin duda algún otro peligroso signo de desear seguir viviendo, resulta que en el fondo había metido las cuatro una vez más. Inés le bizqueó a su desastre, le probó rotundamente que el verdadero acto de coraje debió consistir en deshacerse de la cama nueva, y le causó una pena profunda más. Pobre desastre, enano y deforme como estaba, había logrado encontrar la siguiente solución: el nuevo somier lo cubrió íntegramente de periódicos,
primero, para que no se viera que era el nuevo, lo cubrió íntegramente de plásticos, después, para que no sufriera con la intemperie, y encima puso el colchón viejo cubierto tan sólo con plásticos transparentes, para que madame Labru creyera que era
la vieja cama la que había vuelto a reaparecer en la terraza. Para la pregunta de madame Labru, que diariamente subía a Bibí a hacer sus cacas horarias a la terraza, había preparado también una respuesta. La pregunta iba a ser ésta: ¿Cómo, yo creí que por fin había botado la cama vieja? La respuesta iba a ser ésta: No, madame, se la prestamos a un amigo que estaba de paso y acaba de devolvérnosla. Era una solución bastante ecléctica, lo reconozco, pero no tenía por qué ser tan malamente juzgada por
Inés. Y en lo que a madame Labru se refiere, simplemente se cagó en la noticia de que la vieja cama hubiera desaparecido antes del verano y hubiese vuelto a aparecer en el invierno. Fue la única vez en la vida en que le tuve una buena respuesta lista, y la única vez en la vida, también, en que no me atacó con pregunta alguna. Y sin embargo, yo seguía con ganas de desear seguir viviendo.
¿Se debía esto a mi aterrada necesidad de encontrar al hombre con la oreja-hoja de plátano? Visto así, a la distancia, creo que podría responder afirmativamente. E incluso agregar que no hay nada que infunda tantos deseos de vivir como el espanto.
Los seres aterrados sueñan siempre con que Drácula desaparezca para poder continuar viviendo tranquilamente. Y yo por entonces iba de terror en terror, de indignidad en indignidad, de esclavitud en esclavitud. Y créame que estos dos últimos aspectos de mi espantosa vida se fueron agravando muchísimo aquel invierno.
Perdóname, Octavia, y que me perdone también el lector por esta incongruente aparición de Octavia en una etapa de mi vida en que aún no había empezado a contarle todas estas cosas, pero la verdad es que no puedo evitar que se me vengan a la memoria, no bien hablo de indignidad y esclavitud, los rabiosos ¡no, no y no!, ¡he dicho que no y es no!, con los que ella protestaba en la época de mi vida en que ya había empezado a contarle todas estas cosas, y muy precisamente a lo largo de estos episodios de indig... Perdóname, Octavia.
Los episodios de indig y esclav, que de ahora en adelante dejaré de calificar, consistieron en una serie de vivencias realmente incalificables. Es cierto, no tiene nombre lo que se me hizo padecer durante aquellos meses que precedieron a mi SOS.
El amor, entre Inés y yo, se había convertido en algo que ya ni siquiera hacíamos. Y ella se había convertido en una persona que llegaba muy tarde de sus reuniones con el Grupo, que me descubría aterrado en el fondo de la hondonada, que me preguntaba impaciente por qué no me había dormido todavía, que ipso facto se desnudaba iluminada por una lámpara que me hacía tomar conciencia de que lo estaba perdiendo todo, y de todo lo que me estaba perdiendo, y que un instante después ya me había ocultado la belleza que una vez compartimos, y de la cual yo continuaba aislando el cuello hasta extremos tales que, por ejemplo, una noche lo toqué y sentí que un dedo se me helaba. Me pasé íntegra la noche en vela, atento al cuello, y pensando como un imbécil en los enormes cisnes helados con que adornaban rimbombantes mesas de banquetes en Lima, en una casa que mi madre odiaba porque un día, en vez de champán, trajeron una jarra llena de algo azul que resultó siendo el agua azul que esos huachafos le servían a sus invitados, desde que gracias a mi abuelo lograron convertirse en nuevos ricos.
El cuello de Inés dormida me fascinó desde aquella experiencia. Ese mismo cuello que de día me daba órdenes militares, de noche reconfortaba mis terrores, y sin terror alguno a que Inés se despertara y me descubriera merodeando por su cuello, ya que mi enfermedad la había convertido en una dormilona profunda y de arranque instantáneo, además. Claro, la noche era para ella el gran descanso tras un día entero de bizquera y de Martín Romaña. Apagaba la lamparita, dejaba que sus ojos volvieran a su lugar, y para no verme ni siquiera en la oscuridad, se quedaba
instantáneamente dormida. Yo inmediatamente le pasaba una mano tembleque por todos los lugares por donde antes le había pasado una mano feliz, y no bien terminaba de constatar, por milésima vez, lo infelices que habíamos llegado a ser, me
concentraba en el asunto del cuello. Una noche, logré calentarlo tanto con mis lágrimas, que me estuve ahí horas besándolo muy tiernamente y pidiéndole consejos, sin temor alguno a que se me fueran a helar los labios.
El invierno pasaba entre el colejucho, el departamento, las noches en que Inés me mandaba al cine, las noches en que la esperaba despierto en la hondonada, y las tareas y obligaciones que poco a poco me fue imponiendo madame Labru. Me dejaba a Bibí los fines de semana, y el detestable bicho y yo nos pasábamos horas y horas sentados en la escalerita que subía al departamento y a la terraza, porque eso sí, Martín, si me metes ese bicho al departamento...
![](https://img.wattpad.com/cover/46608719-288-k863371.jpg)
ESTÁS LEYENDO
La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)
Fiksi UmumLa vida exagerada de Martín Romaña, publicada en 1981, es la tercera y, probablemente, la novela mayor y más característica del talante biográfico y narrativo de Alfredo Bryce Echenique. Si por lo primero estamos ante una biografía inclusiva, que ha...