1.11.- Breve vida nueva en el sur

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Siempre he vivido buscando un lugar donde empezar una nueva vida, pero en el fondo todos los lugares se parecen, no bien llego yo. Perugia fue, sin duda, la gran excepción. Ahí soñé con la llegada de Inés a Europa y ahí me sentí siempre bien. Una joven pareja peruana que encontré en la Universidad se encargó de pasearme sonriente por Florencia, Asís, Spoleto, Orvieto, etc. Me gustaban esos paseos en automóvil con dos personas tan tranquilas, tan serias, y tan independientes. Me dejaban hacer lo que me daba la gana, y respetaban enormemente mis deseos de estar solo y de trabajar. Simplemente, cuando decidían hacer una excursión me daban la voz, y si a mí me apetecía partir, me recogían, me instalaban en el asiento posterior del automóvil, y me dejaban vivir mi vida sentado ahí atrás, mirando Italia.

Las cosas habían empezado bien, desde que atravesé la frontera, bastante golpeado todavía como consecuencia de la última juerga parisina con Philip, que terminó conmigo subiendo al tren de cualquier modo y espantando a los pasajeros estivales. Dormí varias horas, y al despertarme pésimo empecé a hacer un rápido
balance de mi primer año en París. El resultado fue bastante desfavorable, bastante absurdo, y algo dramático. Sentía haber vivido demasiado rápido, haberme desilusionado de demasiadas cosas que en el Perú me parecían sacrosantas, pero sentía sobre todo que había vivido para la galería, desgarrado entre el afán de trabajar muy seriamente y el de complacer a todo el mundo con una vitalidad desbordante y exagerada. A la gente le gusta que haya siempre un loco a su alrededor, y me habían escogido a mí para desempeñar ese papel. Y a mí no me gustaba desilusionar a la gente. Total, el desilusionado era yo. Decidí cambiar, y en el momento de atravesar la frontera pedí una cerveza y encendí un cigarrillo. Bebí un sorbo, di una pitada, y arrojé botella y cigarrillo por la ventana.

Por supuesto que inmediatamente saltó un civilizado para granputearme por lo bestia que había sido de arrojar objetos por la ventana. Podía incendiar el bosque con el cigarrillo, podía matar a alguien de un botellazo. Le expliqué muy cortésmente a
esa persona que estaba en todo de acuerdo con su manera de pensar, pero que ésta era una excepción en mi vida, por tratarse de un ritual de iniciación. Estaba iniciando una nueva vida, sin tabaco y sin alcohol, y me dirigía a Perugia en peregrinación
desintoxicante. El tipo se cambió de compartimento.

Quise comer solo, la primera noche que pasé en Perugia, pero fue imposible porque no bien entré al restaurant me abordó el inefable peruano universal y cosmopolita, que en este caso era una peruana universal y cosmopolita, a punto de abandonar Perugia para siempre. El amor la había llevado a soportar años en esa ciudad, pero ahora todo había terminado porque su Giancarlo resultó ser un cretino y realmente no valía la pena embarcarlo al Perú, presentarlo a la familia, conseguirle trabajo y casarse con él no bien diera pruebas de ser un hombre formal y trabajador.

La muchacha me contó la desilusión tan grande que se había llevado con Giancarlo, me contó que hay fracasos que lo hacen madurar a uno, y me contó que ahora ya todo estaba superado, que felizmente había dejado de querer al pobre diablo de Giancarlo y que tenía muy pero muy superado el problema. Le dije que me alegraba enormemente por ella, y le pregunté que cuándo pensaba abandonar Perugia. Pensaba partir al día siguiente. Había venido de Roma tan sólo por unos días, para liquidar todo lo de su departamento, y ahora estaba terminando con su equipaje.

—Mañana a estas horas ya estaré lejos de aquí —me dijo—. Lejos, muy lejos, y nunca volveré. Y tampoco creo que recordaré nunca esta ciudad de aburridos provincianos.

Estaba francamente convencida la muchacha, y a juzgar por el buen apetito con que comía, sus problemas amorosos habían quedado definitivamente en el pasado.
Hablaba con alegría contagiosa, y no tuve que esforzarme mucho para aceptarle una invitación al cine, a pesar de que había decidido pasar mi primera noche solo, en Perugia. En realidad había decidido pasar todas mis noches y mis días solo, en
Perugia. Acepté, sin embargo, su invitación al cine, pero a condición de que me aceptara que le invitase a esa comida. Trato hecho. Sonrió, y empezó a comer con más apetito que nunca, mientras yo la interrogaba sobre la vida y los estudios en esa ciudad, y le pedía algunos consejos prácticos. Me estaba explicando todo con precisión de detalles, cuando de pronto noté que alzaba los brazos con cuchillo y tenedor en las manos, que abría inmensos los ojos, y que se disponía a dar un alarido.

—¡Giancarlo!

Los cubiertos me cayeron a mí.

Hicieron las paces, mientras yo pedía la cuenta, y se besuquearon entre proyectos para el futuro, que sólo interrumpían cuando ella le explicaba, en italiano, que yo no era sino un peruanito sin importancia, que no tenía por qué sentirse celoso de mí, que la perdonara, que nunca me volvería a hablar. Así fue. No sólo no me llevó al cine, sino que además no volvió a llamarme ni a mirarme más. Giancarlo, en cambio, escupía cada vez que yo pasaba por su vera.

Viví tres meses en Perugia. Creo que nunca estudié y trabajé tanto en mi vida. Escribí varios cuentos y avancé mucho en la redacción de una tesis con la que pensaba graduarme algún día, a mi regreso al Perú. Y robé como loco. Me preparé un verdadero ajuar, para recibir a Inés, y a ella también le robé docenas de trajes, blusas, faldas y zapatos. Era como un delirio. Simplemente me resultaba imposible pagar.

Robaba y robaba sin tomar precaución alguna y hasta llegué a pensar que la gente en esa ciudad se había vuelto loca y que me dejaba robar con toda tranquilidad. Llené maletas de cosas robadas. O estaba robando o estaba trabajando. En todo caso, era
feliz, y contaba los días que faltaban para regresar a París a encontrarme con Inés.

Ella tenía programado llegar a fines de octubre, y para entonces yo ya sería un hombre nuevo. Lo único que me interesaba era volver a ver a Inés y que ella me encontrara tranquilo, sano y sumamente equilibrado. Aquel verano en Perugia se encargaría de que así fuera.

Al final el balance era muy positivo. Maletas repletas de cosas robadas, varios cuentos terminados y una tesis muy avanzada. Inés iba a estar orgullosa de mí, y yo estaba orgulloso de mi vida en Perugia. Tanto, que hasta me daba miedo irme. Eso lo empecé a notar un día. El verano no tardaba en acabarse, y a mí me entró un extraño temor a irme de ahí. Sentía como si hubiese construido un pequeño mundo muy personal, en esa ciudad, y por momentos hasta me parecía absurdo y peligroso tener que abandonarlo todo. Los amigos que me llevaban de excursión los fines de semana se habían marchado ya, y nuevamente me había encerrado en una soledad y en un mutismo que me permitía vivir para mí y no para los demás. Por primera vez en la vida me pareció que valía la pena encerrarse a trabajar y aislarse de la gente, y abandonar Perugia era en cierto modo abandonar algo que esa ciudad me había ayudado a construir. Pero había quedado con un amigo norteamericano en que vendría a recogerme para ir a Grecia juntos, antes de regresar a París. Lo vi aparecer una tarde. Yo estaba sentado en un café, cuando lo vi acercarse sonriente porque ya me había detectado. Sentí ganas de correr, pero, o ya era demasiado tarde, o no me atreví. No sé. Lo cierto es que abandoné Perugia con la seguridad de que estaba
cometiendo un error. Recuerdo, incluso, que mientras hacía mi equipaje, encontré una fotografía de Inés. Sentí que para ella sí había cabida en Perugia. Sólo para ella. Y sentí que la vida en cualquier otro lugar, con o sin Inés, podría volver a convertirse en
un disparate lleno de dificultades. Pero Ernie soñaba con los días que nos esperaban en Grecia. Eran argumentos de peso. Y yo en ese momento no habría sido capaz de encontrar argumentos de peso, para explicar lo que me estaba ocurriendo. Le pedí al
norteamericano que me concediera una hora, porque necesitaba escribir una carta urgente. Aceptó. En realidad estuve horas escribiéndome una carta a mí mismo, contándome mi vida en Perugia. La dirigí a casa de una amiga en París. Allá me esperaba, a mi regreso, llena de incoherencias, llena de absurdas reflexiones. Pero hasta hoy, cada vez que la leo, tengo la seguridad de que en Perugia aquella carta me parecería muy lógica y coherente. En aquella Perugia, claro está.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora