1.1.- Navegante ma non troppo

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No he nacido para navegante. Qué va. Pero he tenido que navegar. A quién no le ocurre alguna vez tener que navegar sin ser navegante. Y yo cuando navegué descubrí que el asunto se parecía enormemente a mi vida: navegué con enorme dificultad.

Las cosas siempre se anunciaron la mar de fáciles, pero siempre se complicaron a último momento. Tanto que la primera vez ni siquiera llegué a navegar. Quedé herido en tierra mientras esperaba que la embarcación se acercara a la orilla. Éste es un
recuerdo de infancia, aunque linda en el trauma infantil, más bien. Estaba con mi padre, que era bueno e importante, aunque creo que para explicar bien mi historia debo decir que estaba con mi padre, que era bueno pero importante. Estaba también el señor Montero que era buenísimo y no tan importante como mi padre. Quiero decir que en el Banco mi padre tenía más jerarquía, siendo el señor Montero mucho mayor, siendo además bastante más alto que mi padre. Un hombronazo, en realidad, porque mi padre era un hombre bastante alto. ¿Qué pasó? Habían ido a traer el bote a motor con el que nos íbamos de picnic a las islas guaneras, y mientras tanto, las hijas del señor Montero, que también eran mayores y más altas que yo, pero que actuaban como si fueran menores y más bajas que yo por el asunto de las jerarquías paternas en el Banco, decidieron arrojar piedras al mar, en competencia, a ver quién ganaba. Al final, la competencia no se definía, por lo de las jerarquías en el Banco, creo, ya que el señor Montero hasta gigante no paraba pero su piedra siempre caía justito detrás de la de mi padre. Total que una de las chicas Montero, que definitivamente no entendía lo complicada que es la vida, se picó porque su papá no ganaba por nada de este mundo. La señora Montero intervino, para pensar que lo mejor era ponerle punto final a la competencia, y mi papá, que era tan bueno como importante, le dio un tiro libre, un tiro fuera de concurso a don Remigio Montero.

Don Remigio avanzó hasta el borde mismo del agua y todos nos colocamos detrás de él para ver cómo llegaba hasta las islas guaneras, si era necesario, para calmar a su hijita. Yo me puse justito detrás de don Remigio, y cuando éste mandó feroz brazote
y manota hacia atrás, para lo del gran impulso, con un pedrón impresionante en la mano, el impulso se estrelló en mi frente, me desmayó, me partió la ceja, y le calmó el llanto a la chica Montero. Hubo navegación y picnic, de todos modos, pero yo no fui de la partida.

No volví a ver a la chica Montero hasta mi temprana adolescencia, hasta mi primera fiesta con muchachas, para ser exacto. Siempre antes de sacar a bailar a una muchacha he soñado una vida entera con ella. Adonde la chica Montero, por ejemplo, me acerqué con voz francamente temblorosa. Me respondió que no bailaba con mocosos, cerrando así el ciclo de ese recuerdo de infancia que linda en el trauma infantil, más bien.

Mi adolescencia siguió viento en popa. Nat King Cole, en inglés y en español, acompañó día tras día la ansiedad con que viví mi primer amor. Teresa había aceptado lo de una vida temblorosa y entera con ella, desde nuestro primer baile, pero resulta que ahora a mí el asunto no me parecía suficiente y cada día me interesaba más lo de morir de alguna forma espantosa por ella. Hubo momentos en los que definitivamente me negaba a seguir en vida debido al excedente de amor, y me resultaba bastante insoportable el que Teresa fuera una muchacha tan alegre y tan
llena de vida.

Me dejó en la época en que Elvis Presley estaba de moda, y nada menos que un día espantoso de navegación. El organizador fue un australiano, Stewart Murray, que tenía un impresionante yate anclado en el Club Náutico del Callao. Era un gringo mayor, buen amigo, y que gustaba mezclarse con los amigos de su hija. Julia. La hija se llamaba Julia. Vinieron también a navegar esa mañana tres parejas más de amigos.

Éramos nueve en total, y Stewart era el que se encargaba de las velas y de todo lo demás. Decían que era medio loco el gringo, pero conmigo se portó muy bien. Es cierto que era el único que entendía de navegación ahí, el único que sabía cuándo el mar se ponía peligroso de verdad, pero en todo caso, de haber sido tan loco como los amigos afirmaban, a lo mejor me deja botado y termino ahogándome en una época en la que francamente Teresa ya había cambiado mucho. Nuestro amor naufragaba, yo no tenía por qué ahogarme en forma tan espantosa precisamente entonces.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora