Inés y su madre, que había venido a visitarla, tomaron una mañana el tren rumbo a España, y yo me quedé en París llenecito de unas ronchas que me salían en las muñecas, y que era algo así como una alergia al cuartucho techero en que vivía desde que murió mi padre y se me acabó la beca. Trataba de escribir nuevamente mis primeros cuentos, los que me robaron a mi regreso de Italia y de Grecia, pero todo era inútil. Cuanto más escribía, más me enronchaba, y ya estábamos en pleno verano.
Hacía un calor insoportable en aquel noveno piso pobre y yo no cesaba de admirar a los personajes de Hemingway que tan fácilmente abandonaban un día la Place de la Contrescarpe y terminaban emborrachándose en Pamplona. Mencionaré sólo dos, entre las muchas cosas que me hacían sentirme semejante a esos personajes. Yo también vivía cerca de la Place de la Contrescarpe, y yo también bebía vino en uno de sus cafés. No hay mayor parecido en este parecido, y más bien podría tratarse tan sólo de una coincidencia, pero lo cierto es que también yo un día partí rumbo a Pamplona, con un pañuelito rojo al cuello.
Partí con la absoluta seguridad de que no bien pisara tierra española, desaparecerían mis ronchas, y con la dirección de una señora, pariente de un amigomperuano, en cuya casa podría alojarme al llegar a San Sebastián. La tía Juanita, como la llamé desde el primer día, era una viejita de nariz aguileña y que siempre estaba dispuesta a abrirle a uno una lata de sardinas. Yo tragaba como una bestia, por aquel entonces, y la tía Juanita no cesaba de servirme más sardinas y más copas de vino. Su esposo era un vasco jardinero, que prácticamente no hablaba castellano. Pero aun así me miró con profunda desconfianza cuando le conté que mientras me revisaban el pasaporte, en el lado español de la frontera, mis ronchas habían ido desapareciendo una por una, ante mi vista y paciencia. España lo podía todo por mí. Un viaje así, al sur, le arreglaba a uno la vida, le renovaba las energías y le limpiaba las ronchas de la gran ciudad. Martín Romaña era un hombre nuevo.
Y al hombre nuevo se lo llevó la tía Juanita al pueblo de Oñate, donde vivía el resto de su familia, y donde tendría oportunidad de alternar con los señores amigos del amigo que me había enviado donde ella. Oñate me encantó. Pamplona podía esperar. En todo caso los Sanfermines no empezaban hasta dentro de unos días. La tía Juanita regresó a San Sebastián, dejándome en ese pueblo donde desde la primera noche ya todo el mundo me llamaba el Peruano, con tanto cariño, que lo menos que podía hacer era enamorarme perdidamente de alguien y quedarme a vivir el resto de mi vida.
Me quedé a duras penas un par de días, pero sí hubo enamoramiento. Muy complicado, claro, ya que la vida es igual por todas partes, y si no es igual por todas partes, yo sí soy igual por todas partes. Lo cierto es que aquella vez en Oñate, de
enamorado pasé a Quijote, para luego terminar haciendo el indio. La cosa empezó una noche en que los señores del pueblo, que eran dos (uno tenía una fábrica, y el otro también, pero además era el alcalde), me invitaron a subir a uno de esos famosos montes vascos. Me tocó el monte en cuyas alturas estaba el santuario de Nuestra Señora de Aránzazu y, un poquito más allá, Goiko Venta, donde iba a encontrarme, ya lo vería, con una de las venteras más lindas del mundo. Y subían cantando, los señores del pueblo. Cantando y metiéndole duro al vino y yo soportando con
hemingwayana resistencia para estas cosas. Iba feliz, la verdad, y hasta les entoné algunas canciones de las mías, un par de valsecitos, bien peruanos, bien de adentro, para que se enteraran de una vez que yo también sabía enamorar cantando.En el santuario nos portamos bien, porque los vascos son bien católicos, y porque yo soy, muy a menudo, de los que donde van hacen lo que ven. Respetamos todo lo que vimos, y hasta nos arrodillamos y alabamos en voz baja la belleza del templo,
orgullo de la región. Y ahora nos quedaba por ver el otro orgullo de la región, Begoñita, la ventera más bonita. Y, en efecto, Begoñita era la ventera más linda del mundo. Sigue siéndolo, además, porque prefiero recordarla de ventera y no de lo que
después supe.
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La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)
Narrativa generaleLa vida exagerada de Martín Romaña, publicada en 1981, es la tercera y, probablemente, la novela mayor y más característica del talante biográfico y narrativo de Alfredo Bryce Echenique. Si por lo primero estamos ante una biografía inclusiva, que ha...