3.6.- Alguien toca la puerta mientras Inés y yo...

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... ESTAMOS HABLANDO TODO ESO Y MUCHO MÁS

Fue una de las primeras tardes calurosas de aquel mes de julio. Me había enterado de la llegada del verano, de casualidad, un día en que Inés encendió la radio. Para mí no existían las estaciones, aunque no por las mismas razones que hoy me permiten afirmar, mitad en broma, porque hace reír a la gente que anda furiosa con el clima, y mitad en serio, porque a menudo es verdad que en París, tras la definitiva extinción de la primavera, el verano suele caer en lunes. Por entonces la primavera y el verano sí existían, al menos creo, pero para los demás. Yo llevaba muy adentro aquel gris eterno que era también el color de todo lo que veía y que incluso escuchaba cuando alguien me dirigía la palabra. Sólo ese gris oscuro existía. Y recuerdo lo mucho que me estaba pesando la tarde aquella en que Inés empezó a hablarme.
Recuerdo que al principio me pareció que empezaba a recitar de memoria una lección. Recuerdo que luego hizo un esfuerzo por ponerse muy didáctica y darme una buena lección. Pero todo eso la llevaba a bizquear demasiado y seguro que al final no soportó tanta incomodidad y bajó un poquito la guardia, ante un inexistente adversario, lo cual le permitió verme mejor y tal vez fue ésa la razón por la que a mitad de camino empezó a escapársele cariño y ternura, digamos que entre líneas.
Recuerdo que entonces yo, tan necesitado como andaba de ese cariño suyo, de esa ternura suya, supe leer entre sus palabras, y en vez de tomarlas en el sentido que ella quería darles, las fui desmenuzando en el sentido que yo adivinaba que también tenían, y a ese sentido me aferré. Recuerdo por último haber dicho muchas tonterías y que ella me las reprochaba, pero no como me había reprochado siempre el pedazo de infancia que aún llevaba a cuestas y que tanta gracia nos había hecho en algún
momento pasado mucho mejor. No, aquella vez como que miró muy atrás, como que logró ver algo que había sido hermoso y entre los dos, en ese pasado, y yo adiviné, vi que le había gustado, que le estaba gustando, y le toqué el cuello y le pedí que nos
sentáramos, el uno al lado del otro, ahí sobre nuestra vieja cama, y que conversáramos en paz y que me contara todo de una vez, agregando luego que era lógico que ella se quisiera ir, si pensaba de esa manera, aunque con gran pena de mi parte, y que también era lógico que yo hiciera todo lo posible por retenerla, y que eso a ella le iba a causar mucha pena y dificultad. Yo no sé a dónde habríamos llegado con lo bien que estábamos ahí los dos, yo sobre todo, porque hay que decir la verdad, y la verdad es que a ella le quedaba siempre tanta reticencia como cariño. Ya dije que
nos interrumpió alguien que tocó la puerta, y también he contado varias veces que yo un día acompañé a un aeropuerto a una Inés que se fue bizqueando y sin verme. Pero hay mucho más antes de eso, hay, para empezar, lo que nos dijimos desde que ella comenzó, hablando como de memoria, luego como quien le enseña una lección a alguien, y luego aquello que también nos dijimos cuando ya estaba yo conmovidísimo y ella bastante enternecida con su desastre.

—Francamente, Martín, no creo tener nada que ver en lo que tú llamas tu enfermedad. No creo que se trate ni siquiera de una enfermedad. Para mí, eso que tú llamas una enfermedad no es más que una tara hereditaria. Admito que no eres culpable de ella, pero qué quieres, pues, Martín, con el pasado familiar que te traes por detrás. Existe la sangre nueva y positiva y la sangre vieja, como la tuya, que ya no sirve para mucho. Y eso que todos consideran inmadurez en ti, esas locuras que no cesas de cometer, y que en otros tiempos hacían reír a unos cuantos amigos ante los
cuales te gustaba incluso posar de niño, de irresponsable, todo eso es para mí chochera, mucho más que inmadurez. Estás gastado, qué más prueba quieres de ello que tu total incapacidad para mirar el porvenir con optimismo. El Grupo fue demasiado para ti y eso era el porvenir...

—¿Mocasines era el porvenir?

—Mira, Martín, confiesa que el Grupo fue tu única oportunidad de escapar a esa especie de maldición decadente que llevas contigo...

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora