2.7.- Una vieja malvada, además número dos

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Me había mandado llamar para hablar del hombre en cuyos brazos estaba Inés el día del bochinche con madame Delvaux. El hombre era nada menos que nuestro gran amigo Daniel Céspedes, segundo o tercer amante que había tenido Inés en las horas en que yo iba a trabajar, no recuerdo bien, pero en todo caso yo llevaba alguna ventaja porque en ausencia de Inés, el monstruo me había mirado cinco amantes por el agujero descorchado. Nada de esto era problema alguno para Inés o para mí, la verdad estaba ahí, paseándose por cada rincón del departamento y estaba también ahí, profundamente, cada vez que nos amábamos en la hondonada. El problema era más bien Daniel Céspedes, que no tenía beca, que no encontraba trabajo por ninguna parte, y que no se encontraba nada bien de los nervios. Daniel era un muchacho solitario, tímido, introvertido, y excesivamente honesto para el mundo que le había tocado vivir en Lima. Había abandonado un brillante porvenir de arquitecto porque
consideraba que allá, o se construía para ricos, haciendo todo tipo de concesiones, o se construía para pobres, lo cual con el tiempo y el desempleo terminaba obligándolo a uno a construir para ricos. Había abandonado Lima porque sentía cada vez más agudamente la agresividad del medio y la agresividad que el medio despertaba en él.

El Grupo trató de acercársele muchas veces, pero Daniel, entre que jamás decía un sí, sin estar convencido de que era un sí definitivo, y entre que tampoco era hombre de grupo, jamás había mordido ninguno de los anzuelos que le lanzaron. Prefería
simplemente caminar solo. Y digo caminar porque se pasaba media vida caminando solo por París, como buscando enterarse de algo que escapaba por completo a mi control, algo que él buscaba con una mirada que alcanzaba alturas totalmente
inaccesibles para mí. Daniel medía casi dos metros y calzaba zapatos que no se encuentran en el mercado común de los hombres. Era muy pintón, y con ese tamañazo le resultaba muy fácil mantener siempre la mirada por encima de todos los
perritos y gatitos de París, lo cual siempre le daba a su andar tan solo una dignidad tan elegante como misteriosa, ya que nunca se fijó dónde pisaba y sin embargo jamás pisó caquita de bicho.

Inés y yo éramos de las pocas personas ante las cuales Daniel detenía sus interminables caminatas. Unas veces nos visitaba, y otras venía a buscarme para ir a nadar a la piscina del Boulevard Saint-Michel. A los dos nos habían recomendado la natación como descarga bastante efectiva para el sistema nervioso y los problemas del alma, y dos veces a la semana cumplíamos con nuestra obligación de hacer algo por sentirnos bien y por dominar el insomnio. Nadábamos casi hasta ahogarnos de cansancio, cuando teníamos algún problema, y después nos sentábamos al borde de la piscina para contemplar el panorama. Pero, en realidad, en aquella piscina, el panorama por contemplar resultaba siendo Daniel. Lo alto que era, lo fornido que era, lo moreno que era, lo rizado que tenía el pelo, y su gran barba negra, hacían de él un personaje bastante fuera de lo común en París. Por lo menos así pensaban las muchachas que lo veían pasar caminando por las calles, mulato y fornido y realmente
hermoso, y así lo decidían las muchachas que se le acercaban una tras otra en la piscina a preguntarle si tenía fuego para su cigarrillo, por favor, y de qué país vienes.

Unas veces Daniel respondía, conversaba sonriente, y lo que ocurría después no es nada que me incumba, y otras simplemente no escuchaba, no escuchaba porque no podía escuchar. Estaba con el zumbidito en el oído. Yo esos días ni me le acercaba siquiera, porque sabía que se estaba sintiendo pésimo. Esos días no venía a buscarme para ir juntos a nadar, sino que llegaba solo a la piscina y entraba con la barriga enorme. Era el zumbidito. A mí ya me lo había contado: no bien le arrancaba el zumbidito empezaba a inflársele la barriga y se sentía pésimo porque la vida no tenía mucha razón de ser, y en ese caso prefería que lo dejaran resolver sus problemas completamente solo. O sea que no bien lo veía entrar barrigoncísimo a la piscina, me lanzaba al agua por el otro extremo y lo dejaba con su calvario y con la soledad de su calvario. Las mujeres no entendían eso, sólo veían al Daniel de siempre, al hermoso, gigantesco y prometedor moreno peruano. Ignoraban por completo que Daniel era una especie de Harlem Globe Trotter hipersensible.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora