1.9.-Las cuatro de Juancito Velásquez otra vez

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Como sucede a menudo en París, llegó la primavera pero el invierno continuó como si nada. No sé de dónde han sacado tantas canciones sobre la primavera en París. Yo casi no la recuerdo sino en disco. Me dediqué a pensar en el verano, pero
todavía faltaban un buen par de meses para que llegara y yo continuaba regresando a casa bañado en sudor todos los días, tras los disminuidos aplausos de la Sorbona.

Pero la gente había decidido no creer que yo pudiese sentirme mal, y yo había decidido continuar viviendo entre la gente, y sintiéndome bien, a pesar de los consejos de Juancito Velázquez, a quien regresé a ver no bien supuse que había empezado a acostumbrarse a su nueva nacionalidad y a sus consecuencias un tanto parias. La vida continuaba para todo el mundo en París, y Juancito, Pincel para sus amigos, había decidido quedarse entre los vivos. Un día me recibió diciéndome que pensaba irse a pasar unos meses al Perú, pero sólo de turista, para mostrarle a la gente
su nueva nacionalidad, le iban a besar los pies cuando se enteraran de que ahora era franchute. Comprendí que se estaba aclimatando. Ahora le tocaba ocuparse un poco más de mí. Me dijo que encantado, pero que yo no podía seguir viviendo sin
radiografías. Abrí los ojos bien grandes, y nuevamente me negué a tomarme las radiografías que Juancito venía recomendándome desde tiempo atrás. No podía ser, a qué santos andarle temiendo tanto a los pulmones. Yo quería más vitaminas y que se acabara el año universitario. Necesitaba reposo y sol, eso era todo. Pero Juancitonalegaba que esos dolores en la espalda no le gustaban nada e insistía en lo de las radiografías.

Decidí no hacerle caso, una vez más, y le pedí prestada su novia a un amigo norteamericano, todas las tardes de seis a siete, para que me masajeara fuerte la espalda y el cuello. La muchacha era de Berkeley con régimen macrobiótico, y detestaba la medicina occidental. Para ella toda enfermedad estaba en la mente enferma de los enfermos, y en mi caso tanto hablar de los pulmones había terminado por hacerme creer que los tenía llenos de tabaco negro entre negras cavernas, cuando en realidad lo que tenía era una grave contracción mental de los músculos de los
hombros y del cuello. El día en que me relajara, me sanarían los pulmones y senacabarían los dolores. Estaba segurísima, y cuanto más me apretaba los músculos de toda esa zona, más segura estaba.

O sea que la tuve cabalgando riquísimo sobre mi espalda durante un mes, y el asunto casi siempre prometía, mientras yo me echaba boca abajo sobre la cama y ella se instalaba sobre mis riñones y se arrancaba a masajear. Pero la verdad es que no
bien descabalgaba, todo se contraía de nuevo en mi mente, en el caso de tener ella razón, o era muy necesaria una radiografía, en el caso de tener razón Juancito. Insistí con la muchacha de Berkeley, pero un día peleó con mi amigo norteamericano y el
asunto fue tan grave que no quiso ni siquiera continuar ocupándose de mi espalda. Le confesé a Juancito mis andanzas. Me dijo que las mujeres eran lo peor que podía existir para los pulmones, y me metió de cabeza a la sala de radiografías.

Terminamos la sesión radiográfica, como terminábamos toda sesión: tomando unos tragos en el café de enfrente. El radiólogo no estaba, y Juancito prefería esperar a que volviera para mayor seguridad, para que todo fuera como debía ser. Pero el tipomno volvía y yo empecé a cansarme. Por fin Juancito dijo que las iba a examinar él mismo, mientras el otro regresaba, y me llevó a una salita del hospital, para que esperara el resultado. Esperé horas. No podía explicarme por qué tardaba tanto.

Estaba imaginando que su jefe se lo había llevado a alguna operación, o que lo había pescado nuevamente trabajando gratis para amigos peruanos, y le estaba pegando su café, cuando llegó un tipo y me preguntó si yo era Martín Romaña. Le dije que sí, y
me entregó un sobre. Bueno, y por qué no, pensé, al abrirlo, y leer:

Hermano, no tengo cara para verte. Nos jodimos, hermanito.
Preséntate mañana a primera hora al servicio del profesor
Lacour. Nos hemos jodido, hermano.

Luego pensé que el que se había jodido era yo, y no los dos, y que después de todo Juancito no tenía por qué andar tan avergonzado como para ocultarse, hacía rato que me venía insistiendo en lo de las radiografías. Me dolían más que nunca los pulmones cuando regresé a mi departamento. Necesitaba desahogarme, contarle a
alguien lo que me estaba ocurriendo, pero daba ni sé qué presentarse en casa de un amigo con una noticia tan pulmonar. La gente que yo frecuentaba estaba toda muy sana, y venirles con una cosa así era fregarles un poquito el pastel. Pensé que lo mejor era escribirle a Inés, pero cómo iba a contarle a la pobre Inés algo de ese tamaño con el Atlántico de por medio. La distancia magnifica estas cosas. Iba a ser un golpe tremendo para ella, que además parecía ser la única persona en el mundo que me tomaba en serio. Agarré lápiz y papel y le escribí diciéndole que me había
quedado sin plata. Necesitaba compartir mi miseria con alguien y eso fue lo mejor que se me ocurrió escribirle. Además ella estaba segura de que hacía meses que lo de la pulmonía había quedado en el olvido.

Dejé la carta en el correo, y anduve largo rato por las calles del Barrio Latino. Pasé por la Sorbona, le saqué la lengua, y juré no volver a aplaudir nunca más a los profesores de azul marino. Ni yo los entendía a ellos, ni ellos me entendían a mí. Y por algún lado, inculto, sin duda, yo parecía tener razón. En todo caso, estaba jodido, y hasta ahora París sólo me había servido para eso. Bueno, mejor era regresar al departamento y no andar ensombreciéndose tanto, bastaba con el color de mis pulmones.

Me apresuré en las escaleras, porque el teléfono estaba sonando. Era Juancito Velázquez eufórico. Me anunció que llegaba en el término de la distancia, y con botella de pisco. No lograba entender tanta euforia, y le pedí que me dijera de una vez por todas de qué se trataba. Se trataba de que realmente la había cagado. Quería pegarse un tiro, pero la noticia era tan buena que si yo lo perdonaba y le juraba no contarle nunca a_nadie lo que había ocurrido, él estaba dispuesto a contarme la verdad aunque a mí me entraran ganas de matarlo. ¡Dame la noticia de una vez por todas!, le grité. Se había equivocado con la radiografía. No, no es que fuera la radiografía de otro. Era la mía, pero lo que él creyó ser una caverna bien seria no era más que una falla técnica. El radiólogo acababa de comprobar hasta el cansancio que se trataba de una falla del aparato. Yo tenía los pulmones más limpios de Francia y sus alrededores. Le grité que se viniera corriendo con la botella de pisco y me tiré a la cama, pensando que era la segunda vez en corto tiempo que decidía que el fallo de un médico no tenía nada que ver con mi vida privada. Era extraño. En el fondo tampoco le había creído a Juancito Velázquez. En el fondo siempre seguí creyendo que el sol de un buen verano y una vida distinta terminarían con el problema. Solté la carcajada y empecé a sentir que los masajes de la muchacha de Berkeley me estaban haciendo un bien increíble, un bien tan grande como las ganas que tenía de salir y festejar.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora