1.10.- Noche de Gala

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La carta que le escribí a Inés contándole que me había quedado sin plata resultó profética y muy útil, a la vez, porque el mismo día en que me anunciaron que no me habían renovado la beca, llegó el más generoso de todos los giros que hasta entonces me había enviado mi padre. Imaginé a Inés llorando en mi casa, diciéndole a mi madre que cómo era posible que me dejaran sin un centavo en París. Se lo agradecí profundamente. Además, había un pasaje de regreso al país de origen, pagado por el
gobierno francés. Claro, no le daban a uno billete para venir a Francia, porque sabían que uno se moría de ganas de venir. Y con una beca en la mano, más todavía, sabían que uno era capaz de venirse nadando, de ser necesario. Pero después, cuando uno se
quedaba sin beca y sin un centavo, ahí sí que tenían la amabilidad de devolverlo a casita, gratis y en Air France, para evitar que algunos ex becarios entráramos a engrosar las filas de los estudiantes eternos, las de los eternos candidatos a una nueva
beca o a un trabajito por horas, o que algún poeta enardecido por el mal vivir se lesnconvirtiera en clochard prematuro, aunque mi teoría ha sido siempre que un latinoamericano jamás se clochardiza: se va de frente a la mierda y punto. Decidí hacer todo lo posible para que me entregaran el dinero de ese pasaje, y me presenté ante la burocracia pertinente, si es que eso existe. Horas estuve jurando que me iba de Francia y mostrando el billete de regreso al Perú que me había obsequiado la Marcona Mining Company. Tuve suerte, al fin, y salí con la billetera llena de francos, tras haber llenado cincuenta mil formularios.

Decidí irme a Italia, y anduve buscando en el mapa una ciudad pequeña, bien situada, no muy calurosa, y que nadie conociera en Perú. Así descubrí Perugia, y así descubrí también que había miles de peruanos en Perugia. Dónde no. Escribí a la Universidad y me contestaron tratándome de excelentísimo doctor, y ofreciéndome incluso alojamiento. Volví a escribir, tratando a todo el mundo de egregio doctor, y llamé al propietario de mi departamento para anunciarle mi partida.

Dos horas más tarde vino a ver en qué estado se lo iba a dejar, me probó que le había roto hasta lo que estaba entero, ahí, en sus narices, y me anunció que se iba a quedar con todo el dinero de la garantía. Se lo agradecí, lo acompañé amablemente hasta la puerta, y decidí hacer una fiesta en honor de los muchachos del hotel sin baños, para que rompieran todo lo que fuera necesario hasta que el propietario tuviese razón. Me largaron antes de lo previsto, pero tuve la suerte de que apareciera Philip, justo cuando estaba a punto de encontrarme en la calle con todas mis maletas.

Philip me ayudó a cargar mi equipaje hasta el departamento de su amiga Beatrice, y en el camino me fue contando nuestros planes para ese viernes por la noche.
Beatrice trabajaba en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Beatrice tenía cuatro entradas para una gala en la Ópera, en honor del presidente de Chile, un tal Frei o algo así. Beatrice tenía una prima muy joven y recién llegada de su pueblo en
Normandía o algo así. Beatrice lo había llamado por teléfono, para invitarlo, y le había preguntado si no tenía un amigo muy correcto o algo así. Él había pensado en mí, y si yo estaba de acuerdo, la cosa podría resultar bastante bien porque Beatrice
era muy simpática y él conocía un restaurant chino que no cerraba nunca, para después de la Ópera, y la prima de Normandía seguro que estaba loca por descubrir el mundo en París o algo así. Le dije a Philip que estaba completamente de acuerdo, y me preguntó si tenía smoking.

—Se me hundió en Dunquerque con mi pasado cultural —le dije.

Beatrice podía salvar la situación. Philip recordaba que ella tenía un hermano más o menos de mi estatura, y ése seguro que tenía smoking y me lo podía prestar. Así fue. Pero donde Beatrice no sólo había lo necesario para que yo quedase listo para la función de gala. Había además una enorme botella de whisky. Me llegaba hasta la cintura. Ni Philip ni yo habíamos visto jamás una botella de whisky tan grande.

Decidimos que de ese fin de semana no pasaba, pero el problema esta vez era Beatrice, porque al día siguiente tenía que partir al campo y no regresaba hasta el domingo por la noche. Philip me dio un codazo y me guiñó el ojo: esa noche en el restaurant nos encargaríamos de convencerla de lo contrario. Además, nosotros
teníamos que volver a ese departamento porque ahí se estaba quedando todo mi equipaje. Partimos confiados en nuestro éxito, más que nada por lo simpática que era Beatrice y porque su prima hasta el momento no había dicho esta boca es mía, pero se
notaba que se moría por ganas de vivir.

Entramos en la Ópera con muchos honores y salimos igualmente serios entre trompetas que despedían al general De Gaulle y a su huésped tan ilustre. La gente se amontonaba en la calle para admirar a los elegantísimos asistentes al espectáculo, pero desgraciadamente no pude ubicar a ningún peruano para hacerle adiós entre smokings y trajes largos, dejarlo cojudo, y que después fuera a contar en Lima que Martín Romaña se estaba codeando hasta con De Gaulle, en París. Philip y yo nos habíamos ocupado bastante poco del espectáculo, en realidad, y más bien no perdimos una sola oportunidad de correr al bar a animarnos un poco para lo que venía después. Soñábamos con la botellota de whisky. No bien llegamos al restaurant chino, empezamos a preparar nuestra estrategia para invadir el departamento de Beatrice, pero ella insistía en no alterar sus planes para ese fin de semana, y la prima de Normandía parecía obedecerla ciegamente. No era nada fácil el asunto, y ya empezaba a resultar bastante absurdo que bebiéramos tanto whisky esperando
alcanzar la botellota aquella. Pero seguimos. Hacia las cuatro de la mañana las muchachas desaparecieron y nosotros empezamos a buscarlas por debajo de las mesas. Los chinos estaban encantados con ese par de locos. A las seis nos botaron.

Optamos por un desayuno, para recuperar fuerzas, pero no bien encontramos un café abierto nos sentimos con suficientes fuerzas como para pedir dos whiskies, mientras decidíamos qué hacer para llegar hasta la botellota. Le sugerí a Philip trasladarnos a la calle en que vivía Beatrice. Me parecía recordar un café frente a la puerta de su casa. Ahí podíamos sentarnos hasta que apareciera, caerle encima acusándola de habernos abandonado en lo mejor de la noche, y exigirle que se quedara en París con su prima y con nosotros. Philip encontró excelente la idea, y salimos disparados en busca de un taxi. Acertamos. Había un café justo enfrente de la casa de Beatrice, pero las horas pasaban, y Beatrice continuaba durmiendo o se había largado ya. Probamos llamar por teléfono, pero nadie respondía. Se había largado ya.

Claro, eran las doce del día. Nos largamos a esperar a otra parte.
Veinticuatro horas después seguíamos en smoking y contándole a la gente en Montmartre que era porque anteanoche habíamos asistido a una función de gala en la Ópera. Los turistas nos encontraban muy divertidos, muy parisinos y muy sucios.

Hacía un calor de los demonios y llevábamos casi dos días sudando a chorros. Pero era domingo, por fin, y dentro de pocas horas Beatrice habría regresado, aunque y yo empezaba a preocuparme pensando que a lo mejor ella y su prima decidían
quedarse más tiempo fuera de París. Tenía que partir a Italia, al día siguiente, y mi equipaje seguía encerrado en su departamento. A Philip, sin embargo, más parecía preocuparle lo de la botellota de whisky. Corrimos a ver si habían regresado, no bien empezó a anochecer. Nuevamente estuvimos instalados en el café de enfrente, hasta que por fin, hacia medianoche, vimos aparecer de los más campantes a nuestras enemigas. Nos metieron de cabeza a la ducha, y trataron de escondernos la botellota, pero eso sí que fue inútil. Llevábamos dos días bebiendo sólo por esperarla.

Nuevamente las chicas desaparecieron a eso de las cuatro de la mañana, pero esta vez ya no nos importaba tanto. Se habían ido a acostar, sin duda alguna, y al cabo de unas horas de sueño regresarían fresquitas y nos encontrarían en perfecto estado para
ocuparnos de ellas. Claro, a mí me quedaría poco tiempo ya, porque esa noche partía a empezar una nueva vida en Italia. La prima de Normandía tendría que vivir muy rápido.

La vida exagerada de Martín Romaña (A. Bryce Echenique)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora