Capítulo 28. ¿Qué harías sin nosotros?

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"¿Por qué precipitaste tu fuego doloroso, de pronto, entre las hojas fríaz de mi camino?"
Pablo Neruda, "Cien sonetos de amor."

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-¿Qué tal su mujer?

-¿Mi mujer? -dijo el padre de Alice y Camille-. Ella está muerta. La mataron.

Su voz hizo algo de eco en la sala del juzgado donde nos encontrábamos.

-¿Cómo la asesinaron? -preguntó el abogado de las hermanas.

-Su cuerpo no apareció nunca -dijo moviendo la pierna rítmicamente-. No podría saberlo.

-¿Tenían problemas? -preguntó el hombre.

-Apenas... -se rascó la nuca.

-Sea sincero, está bajo juramento -dijo el juez.

-Ella me engañaba, nunca estaba en casa y descuidaba a nuestras hijas. Era una puta.

El abogado no dijo nada y Alice se levantó de su asiento.

-¿Se me permite decir algo? -preguntó y el juez asintió-. ¿No eras tú quién te traías mujeres a casa, y mamá dormía en el sofá mientras tú te las follabas? -dijo de golpe mirando fijamente a su padre.

-¿Y no eras tú quién la maltrataba por querer salir un rato con nosotras, para escapar de tu mierda? -dijo su hermana.

-Acéptalo, no te vas a librar. Te vas a pudrir en la cárcel por todo el daño que has hecho -dijo Alice llorando-. Por el daño que nos has hecho.

El hombre se quedó en silencio.

-Yo no sabía lo que hacía, la rabia me cegaba -dijo con lágrimas en los ojos-. No quería hacerlo, ella... Yo la amaba.

-¿A su mujer? -preguntó el abogado.

-¡Sí, a mi mujer! -gritó para luego abrir los ojos asustado pensando en lo que acababa de decir.

-Señoría, no hay más preguntas.

-Está usted diciendo que mató a su mujer. Y sus hijas tienen claros hematomas de su violencia -dijo el juez mirándolo-. Hasta que no haya pruebas claras sobre el asesinato, solo le condeno diez años de prisión.

Desde mi asiento, podía ver como la persona más horrible del mundo se derrumbaba y la vida le golpeaba en la boca. Unos policías se lo llevaron mientras Alice y Camille lloraban, no por pena; claro, sino por un alivio grandísimo que tenían en el cuerpo y que no podían sacarlo de otra forma.

Me acerqué a ellas, me miraron con los ojos llorosos y me abrazaron fuertemente como si gritaran; ¡Por fin!

***

Al llegar a mi casa, después de quitarme los tacones que me maltrataban los pies y el vestido que tanto me agobiaba; acabé durmiendo en el sofá.

Y entre sueños y sueños, acabé en mi baño, parecía real pero quería asegurarme.

Llenaba la bañera de agua, pero salía extrañamente oscura.
Sentía que tenía que ir a algún sitio, como si me hubieran citado. Pero no sabía a dónde.

Me metí en la bañera, pero no sentía el agua caliente, ni mi pelo mojado contra mi cuerpo; ni nada.

Después de ducharme en el tiempo que duraba un pestañeo; salí a la calle.
No iba a la carrera, pero tampoco como si hiciera turismo. Tan solo me dirigía a dónde tenía que ir.

No para de caminar sin rumbo alguno, pasando por calles vacías y grises.

Daba un poco de miedo, y un frío repentino me caló hasta los huesos, me alcé la camiseta hasta la boca, para no coger tanto frío.

Azulada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora