El jefe

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Me llevaron en volandas hasta aquella tienda de campaña en el centro del asentamiento con una fuerza que hasta en aquella situación me pareció sorprendente, aunque tal vez también fuera que había perdido bastante peso en el tiempo que había pasado vagando por el desierto. Entré forzosamente al interior y me pusieron de rodillas a la par que me seguían amenazando con el filo de sus espadas en mi cuello. Una anciana estaba dentro, mirándome recelosa con su ceño fruncido y apretando sus finos labios, viendo sus arrugadas manos entrelazadas ante su regazo. Antes de poder hacer o decir nada, fue hasta detrás de unas cortinas de seda colgadas en el techo de la tienda, las cuales parecían dividir los espacios en dos.

No tuve que esperar mucho para que, el que creí que era el jefe del poblado, saliese de detrás de ellas. Cuando pude verle, lo primero que vi y me sorprendió fue el que fuese tan joven, aquel hombre debería rondar mi edad, unos veinticinco o veintiséis años... La verdad era que me esperaba a un jefe mucho más viejo y solemne, aún si a aquel no le faltaba presencia ni intimidaba poco. Me miró con unos ojos semejantes al sol del desierto, pareciendo que era capaz de abrasarme con su color dorado.

Me dirigió unas palabras en un idioma que no entendí, a lo que le miré con una expresión de no comprender. Esta vez se dirigió a los guardias en el mismo idioma, creía que era una pregunta por su entonación. Cuando estos le respondieron, él se puso en cuclillas ante mí y me observó fijamente, analizando mi rostro con el ceño fruncido. Su cabello, similar al cobre con un toque rojizo, era bastante largo, le llegaba a la altura de los hombros.

— ¿Eres de la ciudad del sur? —me preguntó con una voz serena. Me sentí tan sorprendido de que me hubiese hablado en mi idioma que tardé un poco en responder.

— S-sí —contesté con la voz áspera, hacía ya bastante tiempo que no hablaba en voz alta.

— ¿Cómo te llamas, extranjero? —Volvió a preguntar sin dejar de mirarme con un semblante completamente serio.

— Edgar, señor...

— Yo soy Amaru y soy el jefe de esta tribu. Has de ser muy valiente al irrumpir aquí cuando estamos en esta zona. —Se puso en pie, apartándose un mechón de cabello en el acto —. ¿No te hablaron sobre no entrar a nuestro territorio en tu ciudad?

—Y-yo... solo quería beber un poco de agua...

Él suspiró con cansancio y les dijo a los guardias en su idioma algo que no entendí, pero inmediatamente estos bajaron sus armas, las cuales aún me estaban amenazando, y se fueron. Cabía destacar que también me había sorprendido ver que uno de ellos era una mujer, nunca había visto a una empuñar un arma, menos amenazarme con ella.

— Y dime, ¿cómo es que alguien de la ciudad del sur, que no sabe las normas de las tribus nómadas, vaga por este desierto solo? —me preguntó sentándose con las piernas cruzadas sobre la alfombra que cubría todo el suelo de la tienda. Me acerqué un poco a él y me senté de la misma forma con algo de torpeza antes de responder.

— Fui desterrado por el gobernador —contesté apretando un tanto mi mandíbula con rabia al recordar, cerrando mis puños con fuerza sobre mis muslos.

— ¿De verdad? —Se quiso asegurar alzando las cejas en señal de asombro —. ¿Se puede saber qué fue lo que hiciste para que esa vieja sabandija te desterrase y te condenase a vagar por La Tierra de Fuego?

— Nada —respondí con un suave suspiro saliendo de entre mis labios, tratando de tranquilizarme —. Lo que pasa es que su Corte me veía como una amenaza ya que era buen amigo suyo además de su consejero, así que decidieron engañarle contándole que estaba conspirando en su contra. Condenado por traición —concluí con pesadez, recordando aquel día en el que me obligaron a marcharme del que había sido mi hogar.

—Interesante... —susurró Amaru con un semblante pensativo, frunciendo un poco sus labios.

Estuvimos un rato en silencio, no rompiendo este hasta que me asaltó una duda.

— ¿Cómo es que... sabe hablar tan bien en mi idioma? —pregunté intrigado, observándole con un brillo de curiosidad iluminando mis ojos verdes.

— El viajar mucho tiene sus ventajas, además de que es útil aprender la lengua común —respondió sin dejar de fruncir el ceño en señal de concentración —. ¿Cómo llegaste hasta aquí?

— Simplemente estuve deambulando durante más de un mes sin un rumbo fijo hasta que encontré este oasis. —Sentí un rugido de parte de mi estómago, había recordado que llevaba más de una semana sin probar bocado.

— Y no tienes un sitio a dónde ir, ¿cierto? Sin hablar de que probablemente tienes unas habilidades de orientación en el desierto nulas. — Yo solamente asentí, algo avergonzado al sentirme tan expuesto —. Deberías ir a la ciudad del norte, es la que más cerca queda desde donde estamos.

— Pero... no sé cómo llegar —repliqué de forma dudosa, pues no sabía si debía replicarle.

— Puedes quedarte con nosotros hasta que partamos de este lugar, nuestro próximo destino es esa ciudad, allí nos reabasteceremos, entre otras cosas. Te daremos una tienda provisional.

— Gracias... Mu-muchas gracias... —susurré con alivio de poder tener un poco de ayuda, sintiéndome tremendamente agradecido y liberado de un enorme peso que había estado arrastrando hasta ahora, cerrando por unos momentos los ojos por la tranquilidad que me invadió.

— Pero, no pienses que eres parte de mi tribu. Eres solo un extranjero aquí —advirtió con firmeza, clavando sus orbes como el sol en mí.

— Lo tendré en cuenta —aseguré sonriendo levemente.

Nada más salir de la tienda, ordenó en su idioma a los guardias de allí algo, lo que seguramente sería el que montaran mi tienda provisional. Al verle bajo los rayos del sol pude notar su piel bronceada, que contrastaba con los brazaletes dorados que tenía en los brazos y muñecas. Además, pude apreciar mejor su vestimenta, ropa cómoda compuesta por un chaleco de tela ligera y unos pantalones similares.

— Tu tienda estará lista en un rato, mientras tanto te daré algo de comer, debes de estar hambriento —me informó con la misma seriedad en su rostro desde que le vi. Asentí, sintiendo de nuevo a mi estómago rugir.

Fuimos hacia otra tienda bastante grande, pero dentro de esta había muchas cajas de madera. Amaru se acercó a una de ellas, la abrió y sacó un buen trozo de pan.

— Lo siento, pero por ahora solo te puedo dar esto, ya podrás comer más a la hora de la cena —se disculpó dándome la pieza de pan, esta era un poco más grande que mi mano.

— Está bien, con tener algo que pueda llevarme a la boca es suficiente. — Sonreí agradecido, dándole un mordisco a mi alimento. Después de tragar y sentir que mi estómago era llenado tan solo un poco miré de nuevo a Amaru, el cual seguía observándome —. Tengo... una pregunta, ¿cómo transportáis todo el campamento y las provisiones por el desierto?

— Tenemos caballos y carros para llevar las cosas. Además llegan a ser un trasporte rápido a la hora de huir de algún sitio —respondió con la mirada algo perdida, pensando en alguna otra cosa.

— ¿Huir...? —pregunté, después le di otro bocado a mi comida.

— Mi tribu es reconocida por ser una de las que mejor saben orientarse en el desierto y por su confección de telas. Lo importante es que el encontrar oasis no nos resulta muy complejo; sabemos la mayoría de los que hay por la mayor parte de La Tierra de Fuego. Como entenderás, no todas las tribus saben lo que nosotros. Así que más de una vez siguen nuestros pasos para apropiarse de nuestro asentamiento a la fuerza, incluso si hay suerte, secuestrar a alguien de la tribu para usarlo como guía por el desierto. También existen ciertas rivalidades —explicó sin profundizar más en el asunto.

— Vaya...

— Ahora debo ir a atender unos asuntos, puedes ir a mirar cómo va tu tienda e instalarte en ella —informó antes de irse y perderse entre la gente del poblado y sus tiendas. Suspiré, pensando en cómo habían cambiado las cosas, esperando que fueran cambios a mejor...

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