Prólogo: Destierro

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"Condenado al destierro por traición. Serás abandonado a tu suerte en el gran desierto."

Aquellas fueron las palabras del hombre que gobernaba nuestra ciudad. Un maldito y crédulo ingrato. Aquel hombre era manejado a su antojo por su corte; palabra que le decían, palabra que se creía al completo, aun si estuvieran envenenadas contra el que supuestamente era su principal consejero.

Suspiré y moví la cinta de mi bolsa de viaje, intentado ponerla en una posición más cómoda y que así no sufriese demasiado mi hombro derecho. Me até bien aquella tela que tenía alrededor de la cabeza para evitar que el sol diese directamente sobre ella, que aunque algo hacía, el sol era demasiado abrasador aún así. Seguí andando sin un rumbo fijo, esperando encontrar algún refugio para pasar mi primera noche en el gran desierto; también conocido como La Tierra de Fuego.

Al final, estuve todo el día deambulando por la arena de aquel caluroso lugar, buscando un refugio aun si creía que era una esperanza vana. Pero por suerte me equivoqué y encontré unas enormes rocas entre las que pude cobijarme para protegerme del viento y del sol cuando volviera a amanecer. Me abrigué bien, sabiendo que me esperaba una noche helada en comparación con el día asfixiantemente cálido que había hecho. Tomé unos cuantos sorbos de agua, lo justo para no morir de sed, y comí un poco. Con mis suministros, calculaba que podría sobrevivir por unas semanas.

Así, vi ante mis ojos cómo el sol salió y se ocultó siete veces por el horizonte. Una semana, y aún seguía deambulando por La Tierra de Fuego, esperando poder llegar a alguna de las otras tres ciudades a las lindes de aquella extensión de arena, cactus, rocas y calor. Cada vez me preocupaban más mis provisiones, viendo que si no encontraba algún suministro nuevo, moriría aquí sin más remedio.

Aún así, no pierdo la esperanza y sigo caminando para encontrar un nuevo hogar, o al menos algún lugar donde poder refugiarme y alimentarme sin miedo a morir próximamente.

El tiempo corrió y se presentó ante mí la tercera semana, y lo único que había conseguido era acabar con mi comida, ahora tan solo tenía agua. Aunque esta solamente me daría para sobrevivir por un par de días más si me la racionaba bien. No tenía ni idea de orientarme en este lugar, ni sabía dónde podía encontrar nuevos suministros. Debía encontrar un lugar en el que pudiese reabastecerme al menos...

Una de las noches siguientes la suerte me sonrió y encontré los suficientes cactus como para poder acumular un poco más de agua y prolongar mi tiempo de vida. Aún así, la comida seguía siendo un problema... Pero no podía hacer nada al respecto, no había animales en aquel sitio.

Saqué el cuchillo que tenía guardado en mi bolsa de viaje y rasgué una tira de la parte baja de mi pantalón. Até aquella tira sobre la tela de mi cabeza, así podría protegerme también la nuca del sol; ya que no tendría que atarla con los extremos de la misma.

Obra del infortunio o no, finalmente mis suministros de agua se acabaron también por completo, continuando mi camino desdibujado por el desierto durante dos días más, pero sabiendo que no duraría mucho más sin ningún suministro con el que poder mantenerme con vida. Seguía andando, sintiendo la boca completamente seca, los labios agrietados y el estómago hecho un nudo de hambre.

El día anterior hubo una tormenta de arena, por lo que me vi obligado a cobijarme entre las rocas que había repartidas por todo el desierto. Sentía que la piel me ardía por las quemaduras, además de la arena pegada por el sudor. Cada vez iba perdiendo más mis esperanzas de sobrevivir, pero no pudiendo hacer nada más, seguía andando y andando sin descanso en busca de una salvación...

Subí una duna con algo de esfuerzo, y a lo lejos, pude ver un pequeño oasis rodeado de tiendas de campaña hechas con pieles de animales. Seguramente era de un poblado nómada. Esperanzado, sintiendo que había un rayo de luz que me animaba a seguir viviendo, me dirigí hacia aquel asentamiento, en busca de un poco de agua y un refugio. Cuando llegué, pasé entre las tiendas lo más a prisa que me permitían mis cansadas piernas, sintiendo mi corazón latir emocionado por la promesa de volver a beber agua, y con suerte, algo que comer. Me arrodillé ante la orilla del lago que había y, con las manos ahuecadas y temblorosas, bebí de aquella agua cristalina y refrescante. Sentí aquel líquido bajar por mi garganta, refrescando mi interior y limpiando los restos de arena que había en ella. Bebí unas pocas de veces más hasta que pude saciar mi sed por completo.

Después de refrescarme el rostro para quitarme aquella sensación de ardor en la piel, me erguí, encontrándome con dos espadas cruzadas con sus filos amenazantes contra mi cuello. Me quedé paralizado y solamente me dejé llevar por un hombre y una mujer; quienes de manera brusca me habían agarrado de los brazos y me llevaban ante la tienda más grande del poblado. Ni siquiera me dirigieron la palabra. Esperaba no haberme metido en problemas...

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