Padres

316 22 17
                                    

Cuando recuperé la consciencia, lo primero que pensé fue que estaba atado y que hacía demasiado calor. Algo extraño, ya que estaba acostumbrado a la temperatura del desierto.

Abrí los ojos pesadamente y fue entonces cuando me encontré con cuatro brazos rodeándome. Los más pequeños y delgados le pertenecían a Suyan, quien, no sé cómo, había acabado a mi izquierda. Y los más grandes y musculosos le pertenecían, por supuesto, a Edgar. Los dos aún dormían profundamente, sin dejarme escapatoria. Largué un pesado suspiro, sin saber si despertarlos o buscar una manera para escapar y que siguiesen durmiendo un poco.

Decidí probar con la segunda opción, revolviéndome entre sus brazos, solo consiguiendo quedar cara a cara con el de ojos verdes. Entonces se me ocurrió una idea algo más... divertida.

— Edgar... —susurré contra sus labios, haciendo que él lo notase e hiciese una pequeña mueca.

Lo volví a repetir, consiguiendo que entreabriese lo suficiente sus ojos como para ver mi rostro vagamente, demasiado cerca. Al darse cuenta de la situación, se despejó completa y rápidamente, alejándose un poco por la sorpresa, pudiendo incorporarme por fin y sin tener que despertar a le pequeñe.

— Eh... ¿buenos días? —titubeó algo confuso, aún sin poder ubicarse correctamente.

— Igualmente —respondí con otro suspiro, mirando hacia arriba, estirando un poco el cuello. No sabía la razón, pero me encontraba más relajado de lo normal.

Él pareció terminar de comprender todo, por lo que se cobijó entre las sábanas con cansancio, queriendo dormir un poco más.

— Edgar, hay que levantarse, recuerda que no pueden descubrirte aquí —le recordé mientras me levantaba y me adecentaba un poco.

— Pero si creo que acaba de amanecer, ¿no podemos quedarnos unos momentos más así? —pidió sin abrir los ojos. Suspiré, asomándome un poco entre las cortinas de la tienda que funcionaban como puerta, viendo que, ciertamente, aún el sol rozaba el horizonte.

— Edgar... sabes que ahora es el mejor momento para que te vayas sin que seas descubierto. —Volví a insistir, dirigiendo mi mirada hacia él.

— Pero puedo hacer como el otro día e irme cuando nadie esté mirando.

— No siempre va a funcionar eso.

— Vamos, tú también quieres descansar un poco más —replicó abriendo por fin sus ojos, dejándome ver sus orbes verdes junto a una sonrisa agradable. Y era cierto, aunque odiaba reconocerlo.

— Solo un momento. —Suspiré, dirigiéndome de nuevo hacia las sábanas, tumbándome a su lado.

— Recuerdo que mi madre me decía que, con cada suspiro, dejamos escapar un poco de felicidad. Suspiras demasiado —me susurró lo último al oído, haciendo que, inevitablemente, el vello se me pusiese de punta.

— Cuentos de viejas —murmuré con los ojos cerrados, no ocurriéndoseme nada más que responder.

Escuché una pequeña risa de su parte, provocando que volviese a mirarle. Seguía sin explicarme cómo podía mantener siempre esa sonrisa tan... tranquilizadora. Aunque creía que no conseguiría nunca encontrarle el motivo. Se acercó más a mí, rozando la punta de nuestras narices por la cercanía, todavía sin borrar su expresión de su rostro, mas tampoco quería que lo hiciese. Apartó cuidadosamente mi chaleco de uno de mis hombros, dejándolo al descubierto y acariciándolo con suavidad, observándolo.

— Me he dado cuenta de que tienes pecas aquí —comentó sin dejar de mirar mi hombro, recorriendo este con la punta de sus dedos antes de dejar un beso sobre él —. No se notan demasiado, por lo que cuesta darse cuenta de ellas. —No supe qué responder a eso, y tampoco hizo falta. Suyan se despertó haciendo unos débiles ruiditos mientras se desperezaba, haciendo que fijásemos nuestra atención en elle.

El ExtranjeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora