Ardiente

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Otra mañana más despertando en aquella tienda, aunque la verdad era que me estaba acostumbrando a ello. Además, el despertar con le pequeñe Suyan abrazade a mí siempre me causaba una ternura tremenda. Sí, podría vivir así. Pero la realidad era que solo me quedaba como mínimo medio mes conviviendo con aquella tribu... Suspiré, acariciando la cabecita de le infante que aún dormía. Me separé con cuidado de elle, intentando no despertarle todavía.

Sobre los besos con Amaru... pues era algo que simplemente me encantaba. Recordaba aún a mi mujer, pero siendo sincero, nunca sentí nada amoroso por ella. Cariño sí, aunque no mucho más. Mas las mujeres no podían valerse por sí mismas en mi sociedad, por lo que debían estar con un hombre que las mantuviese; no podía dejarla en la miseria. Además, en cuanto mi destierro fue anunciado, no dudó en repudiarme. Sin embargo nunca la odié ni le guardé rencor. ¿Cómo iba a hacerlo? Si me hubiese defendido hubiese sido acusada también de traición, y para las mujeres traidoras habían cosas peores que el destierro...

Salí de mi tienda, viendo como siempre que la mayoría de personas ya estaban levantadas. Fui saludando a los que me encontraba, sintiéndome cada vez más cómodo con el idioma a pesar de aún tener un vocabulario bastante limitado.

Al pasar por delante de la tienda más grande del campamento, vi a Amaru salir de ella con sus ojeras de cada mañana. Al parecer, seguía durmiendo de mala manera...

— ¡Buenos días! —le saludé con una sonrisa, arrugando un poco mi nariz.

Él solo asintió con sus ojos dorados reflejando cansancio. Me estaba preocupando cada vez más... aunque no pude decirle mucho más, ya que su sentido del deber le obligó a empezar a ayudar a su gente con los deberes mañaneros.

Noté un pequeño tirón de mi poncho, haciendo que bajase la mirada y encontrándome a Suyan aún agarrando el extremo de la tela mientras que se frotaba un ojo con su mano libre. Sonreí con ternura, cogiéndole en brazos, por lo que elle recargó su cabeza sobre mi hombro.

— ¿Tienes sueño? —le pregunté en su idioma.

Ella solo asintió, cerrando sus párpados, somnolienta. Reí ligeramente, dándome cuenta de las actitudes parecidas entre Amaru y Suyan. Y hablando de él, me di cuenta que nos observaba desde la lejanía, ladeando su cabeza como me había percatado que solía hacer mientras nos miraba como si fuésemos seres inalcanzables.

No comprendía el motivo de aquello, pero vi que necesitaban de mi ayuda, por lo que dejé a la pequeña con los otros niños y fui a ayudar.

Más tarde nos encontrábamos entrenando, y a pesar del cansancio de Amaru, ni siquiera con eso podía siquiera acercar mi espada a él.

— ¿Podemos... descansar un poco? —pregunté sin aliento, teniendo que apoyarme en mis rodillas.

— De acuerdo —accedió con la frente perlada de sudor. Fuimos al mismo sitio de ayer, a la orilla del lago del oasis. Cuando abrí los ojos después de lavarme la cara, no pude evitar quedarme con la boca abierta.

Contemplé a Amaru con el rostro mojado por el agua, echándose su cabello cobrizo hacia atrás con los ojos cerrados, haciendo que me fuese imposible quitarle la vista de encima. Los abrió, revelando sus orbes dorados como el sol del desierto, y se encontró con mi mirada. A pesar de sus ojeras, seguía teniendo ese brillo característico que fue recuperando poco a poco después de la muerte de su madre.

— ¿Te encuentras bien? —le pregunté de repente. Él suspiró y me miró fijamente.

— ¿Sigues con eso?

— Cada día tienes más ojeras —comenté. Pensé en alzar mi mano y tocar suavemente debajo de sus ojos, mas decidí no hacerlo; sabía que la gente de la tribu podía vernos.

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