Primeros rayos de sol

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Después de aquello, me fui a mi tienda por petición de Amaru, dejándole descansar en la suya. Estuve varias horas despierto, pensando en todo lo que había pasado en estos días, cómo había llegado a donde estaba... Imaginaba que nadie de mi ciudad se lo creería si se lo contaba. Al final, el cansancio me venció, quedándome completamente dormido.

A la mañana siguiente, me desperté con una extraña sensación en el cuerpo, como si algo me estuviese rodeando el torso. Me froté los ojos, intentando enfocar mi vista. Una vez lo conseguí, me quedé boquiabierto ante lo que vi: lo que tenía rodeado mi torso eran los delgados brazos de Suyan, quien se había colado en mi tienda mientras dormía y se había abrazado a mí, quedándose también dormide.

Mientras intentaba asimilar aquello, alguien más entró a la tienda, quedándose parado en la entrada.

— Edgar, ya es tarde, es hora de levantarse —anunció Amaru mientras entraba, quedándose en silencio al ver aquello a la par que alzaba una de sus cejas.

— A-Amaru, eh... —contesté nervioso, intentando que no malinterpretase las cosas.

Vi que él ladeaba la cabeza, observando a Suyan aún descansando. Sus orbes dorados, los cuales parecían haberse apagado desde que su madre empeoró, brillaron con un pequeño destello de diversión.

— Al parecer ya te considera alguien lo más parecido a un padre —habló suavemente, aún observando a la pequeña, causándome una gran sorpresa.

Él se puso en cuclillas y sacudió ligeramente a le niñe para despertarle. Suyan arrugó su pequeña naricita, molestándose por que le despertasen. Abrió los ojos perezosamente, dejando ver sus grandes orbes negros somnolientos, volviendo su rostro hacia Amaru. Él le dijo en su idioma que era hora de levantarse, utilizando un tono extrañamente dulce, dejándome enternecido y sorprendido a partes iguales. Ya que, a pesar de que había vuelto a usar aquella expresión seria, podía notar aquellos pequeños cambios en su tono de voz y en sus ojos dorados, dejando ver mínimamente cuál era su humor.

Le pequeñe, aún adormilade, se separó de mí frotando sus ojillos, incorporándose pesadamente. Una vez se hubo medio despejado, se despidió en su idioma y se fue de la tienda. Seguramente iba a ir con les demás niñes de la tribu.

— Elle ya te aprecia mucho a pesar de que no lleves mucho tiempo aquí —habló Amaru una vez la niña se hubo ido, todavía observando la salida de la tienda.

— No es para tanto... —le quité importancia, sintiéndome algo cohibido. Él me observó con sus ojos dorados, lo cuales aún no habían recuperado su brillo de antes, poniéndose de pie mientras tanto.

— Debido a lo de mi madre, retrasaremos un poco la fecha de partida hacia la ciudad del norte —me informó él, viendo cómo fruncía un poco sus labios, seguramente recordando cuando se abrió un poco delante de mí.

— No importa, lo entiendo —contesté, dedicándole una dulce sonrisa. Obviamente iba a respetar su luto. Él no esperó más y simplemente se fue de allí.

El día transcurrió bastante tranquilo relativamente, todo el mundo estaba apenado por la reciente muerte de la anciana curandera. Aquella noche no hubo nada fuera de lo normal. Amaru se dedicó a seguir enseñándome su idioma y a revisar lo que había hecho durante el día.

Y así pasaron los días, uno tras otro con el sol saliendo por el horizonte y cayendo tras él al acabar. A mí cada vez me inquietaba más el no volver a ver aquel brillo en los ojos dorados de él, desconcertándome mi propia actitud.

Hasta que, un día, lo que esperaba tanto volvió de la mejor forma que pude imaginar...

Estábamos todos alrededor del fuego cenando como cada noche desde que llegué al campamento. Yo, en mi lugar apartado de siempre, al lado de le pequeñe Suyan, alcé la vista de mi comida por unos instantes y le vi a él, con su cabello cobrizo enmarcando su rostro. No sé qué tenía que desde el primer momento en el que le vi hubo algo que me cautivó de una forma que nunca antes me había pasado. Vi que levantaba su vista, dirigiéndola hacia donde yo estaba, pudiendo contemplar de nuevo sus ojos sin brillo.

Cuando iba a saludarle, sentí que algo agarraba mi poncho para llamarme la atención. Al girar mi cabeza para ver qué era, Suyan metió un trozo de pan en mi boca de golpe, sobresaltándome. Abrí los ojos como platos por la sorpresa y me lo comí mientras volvía a mirar a Amaru, justo en el momento para ver algo que solo yo pude apreciar.

Él estaba sonriendo ligeramente, levantando sus comisuras en una pequeña y casi tímida sonrisa, desviando su mirada de nuevo al fuego. Junto a aquel gesto, un diminuto brillo en sus ojos dorados le acompañó.

Me quedé hechizado ante aquello, como quien ve relucir los primeros rayos de sol por la mañana tras una noche tormentosa, alumbrando tímidamente lo que podía alcanzar. Aquella imagen se quedó grabada a fuego en mi mente y estaba completamente seguro de que aquello nunca se me olvidaría.

Amaru se dio cuenta de su cambio en su rostro, haciendo que, tan rápido como apareció aquello, se esfumase. Aún así, tuve la certeza de que el sol ya había comenzado a salir tras aquella noche sin luz que era la máscara de seriedad de él.

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Fue completamente accidental. Yo no era consciente de la ternura y comicidad que aquella escena entre Edgar y Suyan me hizo sentir consiguiese reflejarse mínimamente en mi rostro. Me sorprendí a mí mismo sonriendo, algo que no hacía en años.

Siempre pensé que aquello no me hacía falta, que no tenía motivo para ello, demasiadas preocupaciones como jefe de mi tribu. Sin embargo, ahí estaba, aquella pequeña sonrisa que se me había escapado al observar al extranjero siendo sorprendido por une niñe. En cuanto me di cuenta, rápidamente la borré, esperando que nadie se hubiese dado cuenta de ello.

Después de la cena, todo transcurrió sin incidentes. Y la charla rutinaria con Edgar fue con normalidad: primero repaso del día, después el idioma, luego algo de cultura, dudas...

Excepto por una cosa.

Justo antes de que el extranjero se marchase de mi tienda a descansar, volvió su rostro hacia mí para observarme con una sonrisa alegre, arrugando un poco su nariz.

— ¿Alguna vez has pensado en encontrar un motivo por el que sonreír? —me preguntó con aquella voz tranquila que poseía, sin dejarme responder absolutamente nada antes de que se fuera de allí, dejándome con aquellas palabras retumbando en mi mente.

¿Qué motivo?

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