Un extranjero... De todo lo que podía pasar, debía ser un extranjero. Suspiré pesadamente y entré de nuevo a mi tienda. Debía encontrarse justo con nuestro poblado, exactamente el mismo en el que una carga como él nos pesa el doble. Mas había que reconocer que en otro tal vez le habrían matado nada más verle.
— Amaru, ¿qué ha ocurrido al final con ese hombre? —preguntó mi anciana madre en nuestro idioma.
— No he tenido más remedio que darle una tienda provisional hasta que nos vayamos a la ciudad del norte. Allí lo dejaremos —informé viendo a mi madre salir de detrás de las cortinas de seda con gesto severo.
— Pero... ese extranjero es de la ciudad del sur ¿me equivoco? — Volvió a hablar con su voz algo desgastada por la edad.
— No, madre. Pero él ha sido desterrado de sus tierras.
— Entonces, ¿es seguro tenerlo con nosotros? — Me miró con firmeza, temiendo que haya tomado una mala decisión por imprudente.
— Así lo creo, madre. De todas maneras, me explicó el motivo de su destierro, fue una manipulación de la corte de su ciudad a su gobernador —aseguré, aunque dudaba un poco de mi decisión.
— Ay, hijo... Sabes que confío en tu juicio, ya que es el que yo te enseñé, pero ándate con cuidado, nunca se sabe — me advirtió con una actitud notablemente cansada.
— Lo tendré, madre, no te preocupes. Ahora, si me lo permites, me iré a supervisar los alrededores. — Me di media vuelta, pero antes de salir de la tienda, la voz de la anciana me detuvo.
— Hijo, he visto que tiene quemaduras por toda su piel; si no tiene cuidado y las trata, podría agravarse —me informó, provocando que volviese a mirarla de frente.
— ¿Por qué no vas a tratárselas, madre? Tú eres la curandera.
— Quiero que vayas tú, yo ya estoy muy vieja, no soy eterna, así que quiero que aprendas. Ven, siéntate, te daré y diré lo necesario para ello.
Respiré hondo y la seguí, sentándome sobre la alfombra justo frente a ella.
— Tienes que refrescar las quemaduras con una tela mojada, y después untarle esta crema que hice. Si ves que es necesario, dale algo de ropa para que se cubra los hombros y la espalda. Más adelante te enseñaré a hacer la crema.
Cogí el cuenco con agua y una tela empapada en su interior. Además, también cogí la crema que me tendía mi madre, la cual se encontraba en un pequeño bote de barro. Ahora sí, salí de la tienda y me dirigí a una zona apartada del poblado. Allí se encontraba la pequeña tienda provisional ya montada. Asomé la cabeza al interior de la tienda y encontré a Edgar sin la camisa que antes llevaba, tumbado sobre la alfombra que poníamos en las tiendas para no sentarnos y dormirnos siempre sobre la arena.
Me senté a su lado en silencio y puse las cosas que traía en el suelo. Observé su rostro dormido, pensando en todo el recorrido que habrá tenido que sufrir por el desierto desde la ciudad del sur hasta aquí. Debía estar agotado...
Por ello decidí no despertarle, cogiendo la tela del cuenco, escurriéndola para quitar el agua sobrante, y empezándola a pasar con cuidado por su piel, yendo primero por sus brazos. Iba pasando con mucho cuidado la tela, intentando que no le doliese y no se despertase. Pero cuando iba a pasarla por sus hombros, su voz me pilló desprevenido.
— Si no me levanto no va a poder seguir —me advirtió con su voz grave, causándome un sobresalto. Él se carcajeó y me miró con sus ojos verde oscuro, pareciéndome similares al musgo. Le fulminé con la mirada mientras recobraba la compostura.
— Si estabas despierto podrías haberlo dicho —le recriminé en su idioma.
— Se le veía muy concentrado intentando no despertarme, me daba algo de apuro —sonrió, mostrando unos dientes blancos que contrastaban con su piel oscura como la madera de un roble.
— Bueno, pues ya que estás despierto, levántate y déjame seguir con mi trabajo —respondí con mi expresión seria de siempre. Él me hizo caso sin rechistar, sentándose frente a mí, y yo volví a mojar la tela y a quitarle el agua sobrante.
— ¿Por qué me estás haciendo esto? —preguntó con curiosidad. Ya había notado que era bastante curioso al parecer.
— Tienes quemaduras, tengo que tratártelas o empeorarán —contesté con voz neutra, empezando a pasar la tela por sus hombros con cuidado.
Nos quedamos en silencio, él observando mi rostro con interés, y yo solamente mirando concentrado sus hombros. Decidí no preguntar qué miraba tanto y simplemente dar la vuelta a su alrededor para pasar la tela por su espalda. Cuando terminé, le puse la crema por los brazos, los hombros y la espalda. Todo en completo silencio.
— ¿Tienes algo para cubrirte todo el torso? —le pregunté una vez hube terminado.
— Solo tengo una camisa sucia y rota —dijo con una pequeña sonrisa algo cohibida.
— Pues espera aquí —suspiré mientras me levantaba y salía de la tienda. Al volver, traje conmigo un poncho verde de tela algo basta pero cálida —. Ten, esto te servirá.
— Va a juego con mis ojos —sonrió como si aquello le hiciera ilusión mientras se lo ponía. La verdad era que sí, aquel color era parecido al de sus ojos, pero los suyos eran más bonitos.
— Bueno, extranjero, aquí termina mi trabajo —le dije volviéndome hacia la salida de la tienda.
— Gracias, sus manos son muy gentiles... ¡ah! Y llámeme Edgar, por favor —me pidió antes de irme. Yo no dije nada y simplemente me fui.

ESTÁS LEYENDO
El Extranjero
RomanceEdgar, un nativo de una gran ciudad al sur del gran desierto, condenado a vagar por La Tierra de Fuego por un destierro injusto, se encuentra a una tribu nómada desconocida para él. Amaru, el jefe de la tribu, se ve obligado a lidiar con el extranj...