Dulzura

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Cuando conseguí calmarme, llevé a Amaru hasta su antigua tienda con la ayuda de la guardia que le había divisado la primera vez y por fin se había dado cuenta de quién era él. Ailin estaba que no cabía en ella de su asombro al ver el rostro de su viejo amigo asomar por debajo del paño que le cubría la cabeza para protegerse del sol. Él aún seguía consciente, pero no podía andar demasiado, por lo que tuvimos que ayudarle a llegar.

Una vez entramos en su tienda, le recostamos sobre las sábanas detrás de las cortinas de seda y luego la guardia se fue inmediatamente a dar las buenas nuevas sobre retorno de su jefe, el cual ya daban por muerto. Yo, como curandero, me quedé junto a él para revisar se estado físico. Antes de siquiera poder empezar, él ya se había dormido debido al cansancio.

Sentía un nudo en la garganta al contemplarle, pareciendo una ilusión provocada por el intenso calor del desierto. Pero no podía quedarme así por mucho rato, por lo que sacudí la cabeza para despejarme y le quité la ropa con cuidado de no hacerle daño, dejándolo desnudo de cintura para arriba. Me quedé lívido al observar las distintas heridas a medio cicatrizar y golpes ya amarillentos repartidos por todo su torso. La herida que más destacaba era la de su hombro izquierdo, recordando que se la hizo en aquella batalla. Esta era más grande que cuando se la hizo, y sumándole su aspecto, podía adivinar que se habían dedicado a abrírsela una y otra vez.

— Malditos —murmuré entre dientes con rabia, rozando las yemas de mis dedos sus distintas heridas con extrema delicadeza. Contemplé su rostro durante unos instantes, apreciando las marcas de haber tenido un duro viaje. Le aparté su cabello cobrizo de la frente para que no le molestase, sintiendo una mezcla de sentimientos que me nublaban la mente.

Me puse manos a la obra, primero curándole las heridas del torso y más tarde las de las piernas, donde también tenía.

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Sentía unas manos que me trataban con calidez, rozando mi piel con cuidado, cariño y una gran dulzura. Algo que se agradecía enormemente después de todo lo ocurrido...

Aquel hombre no era ni la mitad de inteligente de lo que aparentaba ser, demostrándolo en lo descuidado que era al tirar las cuchillas con las que me torturaba, haciéndome posible alcanzar una de ellas en un momento de distracción.

Solo debía aguardar a que llegase la hora adecuada para atacar, soportando todo lo demás. Cuando aquel momento llegó, teniendo a Wamán ya seguramente descansando en su tienda y a sus esbirros con tan poca luz, me deshice de las cuerdas que me tenían atadas las manos y herí a uno en el abdomen. Aprovechado el desconcierto y lo bien afilada que estaba la cuchilla, no tardé demasiado en liberarme los pies y eliminarlos con frialdad. Esos hombres se habían encargado de prolongar mis torturas una vez que su jefe se hubiese aburrido por ese día, por lo que no sentía ningún remordimiento.

Me quité mi ropa completamente hecha jirones y cogí la de uno de los esbirros que estaba casi sin sangre en ella, además de coger su espada y dejar la cuchilla allí. También me cubrí el rostro antes de salir.

Como sospechaba, ya era de noche y todos se encontraban en sus tiendas, solo teniendo que preocuparme de los guardias que vigilaban los alrededores. Busqué la tienda más grande y la que seguramente contendría las provisiones. Al encontrarla, fui hasta allí y agarré lo necesario para el viaje de vuelta, guardándolo en una bandolera que se encontraba junto a otras para los desplazamientos.

Cuando ya tuve todo listo, me preparé para escapar de aquel lugar pero un pensamiento se me cruzó por la mente, haciéndome dudar. Ahora Wamán se encontraba dormido en su tienda, sin esperarse que nadie fuese a cobrarse su vida. Él asesinó a mi padre y estuvo a punto de hacerlo conmigo, además de las torturas... Sacudí la cabeza, quitándome esa idea de la mente. Yo no era un asesino, si debía derramar sangre, no sería a traición mientras mi enemigo dormía.

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