Los tuyos

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Aquella mañana era la última durmiendo al lado de Amaru. Me gustaría decir que desperté con lentitud, saboreando cada segundo de calma, viendo poco a poco la imagen de él aún dormido entre mis brazos, pudiendo apreciar aquella obra de arte por unos gloriosos momentos... Pero sería mentir.

— ¡Amaru, Edgar! ¡Despertad, despertad! —exclamaba le pequeñe Suyan una y otra vez mientras se tiraba sobre nosotros, despertándonos de golpe.

— ¡Ahg! ¡Cielos! —se quejó Amaru con los ojos entrecerrados, poniendo una mueca de dolor, a lo que recordé su torso herido.

— Ven aquí, Suyan —le dije a le niñe, quitándole de encima de él y sentándole entre nosotros a la vez que me incorporaba —. ¿Por qué has venido, cielo?

— Ailin me dijo que viniese a despertaros, que se os podría hacer tarde —explicó mirándome con esos grandes ojos negros, llenos de inocencia.

— Me ocuparé personalmente de matarla —gruñó Amaru entre dientes, incorporándose con dificultad.

Yo solo pude reírme ante sus palabras, provocando que le infante me imitara. Casi podía imaginarme a Ailin con su sonrisa pícara, mandando a le niñe para seguramente fastidiar un poco a su amigo de la infancia y de paso avisarnos de que nos quedaba poco tiempo para que todos se despertasen, por lo que debía irme a mi tienda antes de eso.

— Creo que debería marcharme —anuncié poniéndome en pie, observando con una sonrisa a Amaru, el cual se había vuelto a tumbar con gesto cansado, mirándome desde su posición.

— Ahora saldré, dame un momento —respondió revolviéndose su cabello cobrizo.

Yo asentí en señal de acuerdo, agarrando a Suyan de la mano y yéndome de allí, encontrándome con Ailin tomando su desayuno, la cual me guiñó un ojo con una sonrisa divertida al verme salir de la tienda de su viejo amigo. Al llegar a la mía, pensé en recoger mis pertenencias pero me di cuenta de que no tenía, lo único que me había llevado de mi antigua ciudad fueron provisiones y la ropa que tiré al llegar al campamento por su mal estado. Tampoco era que me dejasen llevarme nada más.

— Edgar —me llamó le niñe, tirando de mi poncho verde para atraer mi atención.

— Dime, cielo.

— ¿Hoy te vas? —preguntó mirándome con fijeza con sus ojos absolutamente negros.

— Me temo que sí —le respondí con una pequeña sonrisa, poniéndome en cuclillas para quedar a su altura. Le vi balbucear, queriendo decirme algo y mirando a cualquier lado que no sea yo. Pero, al final, me rodeó el cuello con sus finos bracitos y me abrazó con fuerza.

— Buen viaje... —susurró con su vocecita de niñe. Sonreí y le devolví el abrazo. Estaba seguro que Ailin había hablado con elle sobre aquello.

— Gracias...

De repente Ailin se asomó a mi tienda, sonriéndome al verme. Le pequeñe se separó de mí a regañadientes para que pudiese incorporarme.

— Ya es la hora —anunció ella antes de irse, haciendo que Suyan y yo la siguiésemos hasta fuera, llevándonos hasta donde Amaru nos estaba esperando con el rostro oculto con una tela solo dejando ver sus ojos dorados.

— Te acompañaré hasta la ciudad, me aseguraré de que te reconozcan y no haya ningún problema —explicó él cuando me acerqué con le pequeñe agarrando mi mano.

— ¿Y tu rostro...?

— No quiero revelárselo a las personas con las que podemos encontrarnos, es por seguridad —aclaró. Su voz sonaba amortiguada, aunque podía entenderle a la perfección. Asentí en señal de acuerdo.

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