— ¡Amaru! Ven, no te alejes tanto —me llamó mi madre, haciéndome un gesto para que fuera con ella.
— ¡Vamos! —instó mi amiga Ailin, cogiendo mi mano para empezar a correr hacia mi mamá.
— ¿Qué quieres, mamá? —le pregunté cuando llegué con ella, ladeando mi testa con cierta inocencia.
— Solo que no te alejes mucho de la zona de acampada, es peligroso —me sonrió mi madre acariciando mi cabello. Yo le sonreí y le di un beso en la mejilla para mostrar que así lo haría antes de sentarme con Ailin a jugar cerca de ella.
— ¡No es justo! ¡Siempre ganas! —se quejó mi amiga cruzándose de brazos haciendo un exagerado puchero. Me reí alegremente al ver aquello, viendo que sus ojos azules me miraban divertidos. En ese momento, mi padre se acercó y revolvió mi cabello antes de irse a nuestra tienda a descansar —. Amaru, ¿por qué tu papá nunca sonríe?
— No lo sé, ¿se lo preguntamos a mi mamá? —propuse, desviando mi mirada de la puerta de la tienda donde había desaparecido mi padre hacia Ailin. Ella asintió rápidamente y fuimos corriendo hacia donde estaba mi madre.
— Mamá, ¿por qué papá nunca sonríe? —le pregunté sentándome delante de ella con Ailin a mi lado. Ella suspiró con aparente cansancio, como si los hombros le pesaran, y apartó un mechón de pelo de mi cara poniéndolo detrás de mi oreja.
— Creo que ya no tiene ningún motivo para sonreír —respondió mi madre, intentando ocultar como podía su pesar, aunque yo era capaz de notarlo. Me extrañaba aquello, sobretodo porque yo veía a mi papá como a alguien fuerte y como un buen jefe... ¿no?
No obtuve respuesta a mi duda, sino que me desperté de súbito y completamente desorientado, mirando a mi alrededor en busca de mis padres y mi amiga. Acabé incorporándome pesadamente, intentando despejarme como podía. Pasé una mano por mi rostro, frotando mis ojos y revolviendo después mi cabello.
No, ninguno de ellos estaba conmigo. O, tal vez una sí.
— Jefe, hay alguien que quiere verle —me anunció uno de los guardias de la tribu.
— Dile que puede pasar —respondí mientras me levantaba y me arreglaba un poco a la par que salía de detrás de la cortina de seda que ocultaba mi lugar de descanso. Cogí mis brazaletes y me los puse rápidamente.
Pensaba que sería Edgar quien quería entrar. Pero en cuanto vi una mano de tez clara apartar la cortina que funcionaba como puerta de la tienda, supe quién era. Una mujer de mi edad entró a la tienda, mirándome con sus ojos celestes alegremente mientras revolvía su cabello castaño con tirabuzones.
— ¿Ailin? —pregunté asombrado de verla ya en el campamento.
— ¡Amaru! —exclamó ella acercándose a mí y dándome un abrazo. Se lo devolví, alegrándome de que hubiese vuelto sana y salva.
— ¿Cómo te ha ido el viaje? —le pregunté una vez se hubo separado de mí.
— Como siempre —abrevió, encogiéndose de hombros con ligereza, mirándome después con una suspicaz sonrisa y un brillo de interés en sus iris como cada vez que volvía de uno de sus viajes —. Y como siempre, traigo noticias.
— Cuéntame —le insté a la vez que me sentaba sobre la alfombra de la tienda.
— Mis fuentes de la ciudad del sur me han dicho que hace poco menos de dos meses, han desterrado a un hombre de confianza del gobernador de la ciudad —informó ella mientras se sentaba enfrente de mí.
— Esta vez las noticias te han adelantado, Ailin —contesté casi con diversión, ladeando mi cabeza.
— ¿Qué? —preguntó sin comprender, frunciendo levemente su ceño.
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El Extranjero
RomansaEdgar, un nativo de una gran ciudad al sur del gran desierto, condenado a vagar por La Tierra de Fuego por un destierro injusto, se encuentra a una tribu nómada desconocida para él. Amaru, el jefe de la tribu, se ve obligado a lidiar con el extranj...