La elegante casa colonial de dos pisos que Philip escogió para su prolongada parada en boxes se halla en una callejuela muy cuidada del corazón de una laberíntica urbanización vallada y con las calles jalonadas de árbol, conocida como Fincas Wiltshire.
Situada en una salida de la autopista 278, a unos treinta kilómetros al este de Atlanta, es un terreno de dos mil cuatrocientas hectáreas ganado a una reserva forestal de abetos y robles centenarios. Por el sur limita con las vastas colinas de un campo de golf de treinta y seis hoyos diseñado por Fuzzy Zoeller.
En el folleto gratuito que Brian Blake encontró en el suelo de una caseta de vigilancia abandonada esa misma tarde, un texto promocional muy floreado convierte el lugar en el sueño de toda Martha Stewart: «Las Fincas Wiltshire le ofrecen el estilo de vida de los triunfadores con servicios de primera categoría. "Lo mejor de lo mejor", según la GOLF Magazine Living... Triple A y cinco estrellas para el balneario/plantación de Shady Oaks, patrullas de seguridad veinticuatro horas y casas desde 475.000 dólares hasta más de un millón».
La cuadrilla de los Blake se tropezó con la lujosa valla de la entrada al atardecer, cuando iban de camino a los centros de refugiados de Atlanta embutidos en el renqueante Chevrolet Suburban de Philip. A la luz de los faros, descubrieron los elaborados ornamentos de forja y el enorme rótulo arqueado con el nombre de Wiltshire a lo largo de los barrotes, y se detuvieron a indagar.
Al principio, Philip pensó que podrían aprovechar para hacer una parada rápida, descansar un poco y buscar provisiones para la recta final hasta la ciudad. Tal vez encontraran a alguien más que estuviera en su misma situación, otros supervivientes, y quizá alguna alma caritativa que les echase una mano. Pero en cuanto los cinco viajeros, cansados, hambrientos, nerviosos y aturdidos, se adentraron en los senderos sinuosos de Wiltshire con la noche pisándoles los talones, comprendieron que aquel lugar estaba, casi en su totalidad, muerto.
No se veía luz en ninguna ventana, había pocos coches en las carreteras o aparcados. En una esquina, una boca de incendios reventada a la que nadie prestaba atención iba pulverizando algo espumoso sobre el césped. En otro rincón se veía un BMW abandonado con el morro incrustado contra un poste telefónico y la puerta del copiloto abierta. Al parecer, la gente se había marchado apresuradamente.
La razón principal por la que huyeron se deducía de las sombras distantes que se veían en el campo de golf, en los barrancos de detrás del complejo e incluso aquí y allá por las calles iluminadas. Los zombies caminaban arrastrando los pies sin rumbo fijo, como vestigios fantasmagóricos de su identidad original, y dejaban escapar a través de sus boqueadas desidiosas un gemido herrumbroso que Philip oía muy bien pese a llevar las ventanas del Suburban cerradas a cal y canto mientras recorrían el laberinto de calles anchas y recién asfaltadas.
La epidemia, o castigo de Dios, o lo que quiera que hubiera desencadenado aquello, debía de haber alcanzado las Fincas Wiltshire de lleno y de forma fulminante.
La mayoría de los muertos vivientes parecían confinarse a los espacios de paseo del campo de golf. Algo debía de haber ocurrido allí, algo que acelerara el proceso. Tal vez que los golfistas fueran más viejos y lentos. Tal vez a los muertos vivientes les gustara más su sabor. Quién sabe. Pero basta con mirar entre los árboles y por encima de las vallas de las casas para tener claro, incluso a muchos metros de distancia, que montones, tal vez centenares de muertos vivientes se han congregado en el vasto complejo de viviendas, calles, pasarelas y búnkers.
En la oscuridad de la noche, parecen insectos formando un perezoso enjambre.
Por muy desconcertante que sea, el fenómeno ha dejado la urbanización adyacente casi desierta, con su circuito interminable de callejones sin salida y paseos sinuosos. Y cuantas más vueltas daban por el barrio Philip y sus asombrados pasajeros, más deseaban catar aunque no fuera más que una migaja de ese estilo de vida de los triunfadores, una gota, lo justo para reponer fuerzas y volver a la carga.
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The Walking Dead: El Gobernador
HorrorGrimes, Glenn y Michonne, descubren el pueblo de Woodbury cuando buscaban los restos de un helicóptero que se había estrellado. Allí se encuentran con una retorcida combinación de deporte y perversión; como si se tratara de un circo, los muertos viv...