Ocho

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Se quedan unos instantes agazapados en la recepción, debajo del mostrador de la caja, junto a un expositor giratorio de chocolatinas y bolsas de patatas fritas.

Philip echa el pestillo de la puerta y se agacha al lado de los demás en la penumbra para observar el desfile callejero de muertos vivientes, que pasa de largo sin localizar el escondite de su presa, pese a que los zombies buscan con sus ojos de botón como perros que oyen un silbato agudo.

Desde su atalaya, a través de las ventanas reforzadas y con tela metálica, Brian logra entrever al clérigo muerto y a los feligreses harapientos que pasan de largo el taller mecánico. ¿Cómo pudo transformarse en masa toda una iglesia llena de parroquianos? ¿Buscaron cobijo allí después de que el brote estallara, como cristianos indefensos en busca de socorro y consuelo mutuo? ¿Estarían escuchando un sermón exaltado sobre el Apocalipsis de San Juan? ¿Recitarían los pastores en ese momento frenéticas parábolas de advertencia?

«El quinto ángel tocó la trompeta, y vi una estrella que cayó del cielo a la tierra; ¡y le dieron la llave del pozo del abismo!»

¿Cómo se transformaría el primero de ellos? ¿Estaría sentado en un banco del final y le dio un ataque al corazón? ¿Fue un suicidio ritual? Brian se imagina a una de esas ancianas ricachonas con el organismo hasta los topes de colesterol y las manos rechonchas enfundadas en guantes agarrándose el pecho de pronto al sentir la primera punzada del infarto. Y minutos después, una hora o así, la mujer se levanta con la cara porcina henchida de una «nueva religión», una fe singular y salvaje.

—Putos meapilas... —masculla Philip desde detrás del mostrador de la caja. Luego se vuelve hacia Penny y traga, compungido—. Perdona que diga palabrotas, Bichito.

Exploran la tienda de recambios. Está impecable y parece segura; fría pero limpia, con el suelo barrido, los estantes ordenados y en el ambiente un olor a goma nueva y una mezcla química de combustibles y otros líquidos vagamente agradable. Sopesan quedarse allí a pasar la noche, pero no lo deciden hasta que indagan en el garaje del enorme taller y dan con su hallazgo más fortuito.

—Joder, ¡menudo tanque! —exclama Brian, de pie en el cemento frío, enfocando con la linterna a la belleza negra que les aguarda aparcada bajo unas lonas, en una esquina.

Los demás se agolpan alrededor del único vehículo que se yergue en la oscuridad.

Philip retira la lona. Es un modelo reciente de Cadillac Escalade, nuevo a estrenar, con un acabado ónice que reluce bajo la luz amarilla.

—Quizá perteneciera al dueño —sugiere Nick.

—Pues se han adelantado las Navidades —dice Philip mientras le da un puntapié a una de las enormes ruedas con su mugrienta bota reforzada. El todoterreno de lujo es inmenso, con un gigantesco parachoques reforzado, faros verticales de gran tamaño y unas ruedas cromadas colosales y brillantes. Es el típico vehículo que podría formar parte de la flota de una agencia gubernamental secreta, ya que sus lunas tintadas reflejan la luz de la linterna.

—No habrá nadie dentro, ¿no? —Brian aparta el haz de luz del cristal opaco.

Philip se saca la Ruger 22 del cinturón, abre una puerta y apunta con el cañón al habitáculo vacío. Es digno de exposición: acabados en madera, asientos de piel y un cuadro de mandos que parece el centro de control de un avión comercial.

Philip comenta:

—Me juego una mano a que las llaves están por ahí en algún cajón.

El incidente del policía y lo ocurrido en la iglesia han dejado a Penny en estado de shock. Esa noche duerme hecha un ovillo en el suelo del área de reparaciones, cubierta de mantas y con el pulgar en la boca.

The Walking Dead: El GobernadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora