Diéciseis

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Media manzana hacia el sur, en la oscuridad de una sala con olor a cerrado y baldosas amarillentas, entre restos desperdigados de revistas sensacionalistas, peines de plástico, mechones de cabello humano y botes de gomina, se secan la cara con toallas y batas de peluquero y encuentran más ingredientes para hacer cócteles Molotov caseros.

Vacían las botellas de tónico capilar, las llenan de alcohol y las sellan con bolas de algodón. También encuentran un viejo bate de béisbol Louisville Slugger oculto bajo la caja registradora. Ese bate lleno de marcas probablemente sirviera en su día para mantener a raya a los clientes revoltosos o a los granujas del barrio que pretendieran hacerse con la recaudación del día. Ahora Philip le entrega a Nick la nueva arma y le pide que la use con tino.

Siguen rastreando en busca de todas las provisiones de las que puedan hacer uso.

Una vieja máquina expendedora que hay en la parte trasera les proporciona un puñado de barras de caramelo, un par de bizcochos rellenos de crema y una salchicha de aperitivo algo rancia. Mientras llenan las mochilas, Philip les recuerda que no deben relajarse. En el exterior se oyen los ruidos de más muertos que llegan a la zona atraídos por la explosión. La lluvia está amainando, pero los gemidos continúan. No pueden detenerse si quieren escapar de la ciudad antes de que oscurezca.

—Vamos, vamos —exhorta Philip—. Movamos el culo hasta la zona siguiente.

Nicky, tú ponte al frente.

Nick los saca de la barbería de mala gana y los guía bajo la llovizna hacia otra hilera de tiendas. Philip vigila la retaguardia, preparado para golpear en cualquier momento con la barra de hierro, pero sin apartar su atenta mirada de Penny, que se agarra a la espalda de Brian con instinto simiesco.

A medio camino de la siguiente zona segura, un cadáver perdido sale de entre los escombros en los que se agazapaba y se arrastra amenazadoramente hacia Brian y Penny. Philip le arrea en la nuca con el extremo afilado de la barra de hierro. Lo golpea con tanta fuerza justo encima de la sexta vértebra cervical que el cráneo se suelta y se queda colgando sobre el pecho del zombie antes de caer de forma definitiva sobre el pavimento mojado. Penny aparta la mirada.

Se materializan más cadáveres en las bocacalles y entre las sombras de los portales. Nick encuentra el siguiente símbolo pintado cerca de un cruce de calles.

La estrella está garabateada sobre la puerta de cristal de una tienda pequeña. La fachada del local está cubierta con planchas de acero y en los escaparates no hay nada excepto unos pocos cables arrancados, tubos de neón rotos y bolas arrugadas de cinta aislante. La puerta está cerrada, pero sin la llave echada, tal y como Nick la dejó tres días atrás.

Nick tira de la puerta y hace un gesto para apremiar al resto del grupo a que la atraviese. De hecho, entran tan de prisa que nadie repara en el cartel que cuelga sobre el dintel de la puerta, formado por frías y oscuras letras de neón: «LA PEQUEÑA JUGUETERÍA DE TOM THUMB».

La entrada de la tienda, de unos ciento y poco metros cuadrados, está sembrada de escombros de vivos colores. Las estanterías volcadas han arrojado su inventario de muñecas, trenes y coches de carreras sobre las deterioradas baldosas del suelo. Un tornado de destrucción ha desolado la juguetería. Del techo cuelgan cables donde antes había expuestos móviles, y los restos destrozados de las cajas de Lego y las maquetas de aviones se amontonan aquí y allá. El relleno de plumas de los peluches desgarrados se levanta como un remolino de hojas secas debido a la corriente de aire que causan los visitantes al cerrar la puerta con un golpe seco.

Durante un momento se quedan en la entrada, chorreando, tratando de recuperar el aliento, contemplando las singulares ruinas que se alzan ante ellos. Nadie se mueve durante un largo rato. Hay algo en ese paisaje siniestro que los hipnotiza y los mantiene pegados al umbral.

The Walking Dead: El GobernadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora