Veintidos

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La luz púrpura del crepúsculo cae sobre el paisaje. El viento helado sacude los árboles en los límites de los bosques que rodean Woodbury. El aire transporta los olores de la madera quemada y el monóxido de carbono, así como el chirrido incesante de los coches de carreras que procede del centro del pueblo. Los callejones están casi desiertos, ya que la mayoría de los habitantes se encuentran en el circuito; pero a pesar de ello es un milagro que nadie haya visto a Brian y a Nick atravesar el aparcamiento vacío que rodea la zona segura.

Nick reza furiosamente mientras se dirige al bosque con la escopeta pegada al hombro como si fuera una especie de porra sagrada. Brian trata de agarrar a Nick, intenta que frene el paso, que deje sus malditas oraciones por un momento y que hable como una persona normal, pero Parsons está movido por un objetivo febril.

Por fin, cuando están cerca de los árboles, Brian tira del abrigo de Nick con tanta fuerza que casi lo arroja al suelo.

—A ver, ¿qué coño estás haciendo?

Nick se vuelve y le lanza una mirada severa a Brian.

—Lo vi llevarse a una chica a rastras por aquí. —Nick habla con una voz frágil; está a punto de echarse a llorar.

—¿A Philip?

—Esto no puede seguir así, Brian...

—¿A qué chica?

—A una del pueblo, se la llevó por la fuerza. Sea lo que sea lo que está haciendo, hay que detenerlo.

Brian observa el mentón tembloroso de Nick. Los ojos de su amigo están anegados en lágrimas. Brian respira hondo:

—De acuerdo, cálmate un momento. Cálmate y punto.

—Está poseído por la oscuridad, Brian. Suéltame. Hay que detenerlo.

—Viste cómo se llevaba a una chica, pero no viste si...

—Suéltame, Brian.

Durante unos instantes, Blake se queda parado, sujetando a Nick de la manga. Siente que un escalofrío le recorre la espalda y una fría punzada le atraviesa el pecho. No quiere aceptarlo. Tiene que haber alguna forma de volver a encauzar las cosas, de ponerlas de nuevo bajo control.

Finalmente, tras una pausa agónica, mira a Nick y le dice:

—Enséñamelo.

Parsons guía a Brian por un camino estrecho, sin limpiar, que serpentea a través de un bosquecillo de pacanas. El sendero está cubierto de cicuta y otras malas hierbas, lo que dificulta la visión. Para empeorar la situación, está empezando a anochecer y la temperatura cae en picado.

Las zarzas y los pinchos les rasgan las chaquetas mientras se apresuran a llegar hasta un claro en el follaje.

A su derecha, a través de una celosía de hojas, ven el extremo sur de un terreno en obras, donde se está levantando una nueva sección de la barricada. Las pilas de madera reposan a un lado y en la oscuridad, junto a ellas, está aparcado el bulldozer.

Nick señala un descampado que hay más adelante.

—Ahí está —susurra Nick mientras se acercan a una trampa excavada en el umbral del claro. Se deja caer detrás de los troncos, casi como si fuera un chaval histérico jugando a ser soldado. Brian se une a él; se agacha y mira por encima de la pila de madera podrida.

A unos veinte metros de distancia divisan a Philip Blake en una cuenca natural de tierra musgosa, bajo una marquesina de viejos robles y abetos. El suelo está enmoquetado de agujas de pino, hongos y malas hierbas; un tenue brillo de metano se adhiere al sotobosque, una espectral neblina magenta que confiere al lugar un ambiente casi místico. Nick levanta la escopeta.

The Walking Dead: El GobernadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora