Cinco

219 5 0
                                    

Se dirigen hacia el oeste, lentamente, a través de la oscuridad rural, manteniendo una velocidad baja, unos cincuenta kilómetros por hora. Los cuatro carriles de la carretera Interestatal 20 están plagados de coches abandonados y el macadán serpentea hacia el rosa enfermizo del horizonte occidental, donde la ciudad espera como un punto de luz en el cielo nocturno. Se ven obligados a zigzaguear con una lentitud agonizante entre los obstáculos que suponen los restos de los accidentes, pero se las apañan para dejar casi diez kilómetros a sus espaldas antes de que las cosas empiecen a ponerse feas.

Durante la mayoría de esos diez kilómetros, Philip piensa en Bobby y en todas las cosas que podrían haber hecho para salvarle la vida. El dolor y la culpa se enquistan con fuerza en la boca de su estómago, un cáncer en metástasis hacia algo más oscuro y venenoso que la pena. Para luchar contra las emociones no deja de pensar en la cantinela del viejo camionero: «No mires fijamente, escanea». Sujetando el volante con la mano firme de un experimentado transportista, se sienta bien erguido en el asiento, con la mirada alerta y fija en los bordes de la carretera.

A lo largo de diez kilómetros, apenas un puñado de muertos roza los fantasmagóricos límites de los faros.

Justo a la salida de Conyers, pasan a un par de rezagados que se tambalean por la cuneta como si fueran soldados desertores cubiertos de sangre. Tras dejar atrás el centro comercial de Stonecrest ven un grupo de oscuras figuras agachadas en una zanja. Aparentemente se están cebando en lo que parece ser una presa. Es imposible determinar en la oscuridad oscilante si se trata de un humano o de un animal. Pero eso es todo, al menos durante diez kilómetros, así que Philip mantiene la velocidad a unos estables pero seguros cincuenta kilómetros por hora. Si van más despacio, se  arriesgan a que se les acople un monstruo solitario; si van más rápido, se arriesgan a chocar lateralmente con el creciente número de coches abandonados y accidentados que llenan la carretera.

La radio está muerta y los demás viajan en silencio, con la mirada pegada al paisaje.

Las líneas exteriores del metro de Atlanta pasan a cámara lenta por su lado, una serie de pinares que se ven interrumpidos por las ocasionales ciudades dormitorio o los centros comerciales. Dejan atrás concesionarios de coches, oscuros como depósitos de cadáveres, un océano interminable de nuevos modelos que reflejan la luz lechosa de la luna como si fueran ataúdes. Dejan atrás cafeterías desiertas, con las ventanas reventadas como granos abiertos, y complejos de oficinas devastados que recuerdan a una zona de guerra. Pasan restaurantes de carretera, campings y concesionarios de caravanas, y supermercados baratos, cada uno más abandonado y en ruinas que el anterior. Pequeñas hogueras arden aquí y allí. Los aparcamientos parecen una tétrica sala de juegos para niños chiflados, puesto que los coches abandonados están esparcidos por el pavimento como juguetes que alguien hubiera tirado en medio de una pataleta. Los cristales rotos brillan por todas partes.

En menos de una semana y media, por lo que se ve, la plaga ha arrasado las afueras y alrededores de Atlanta. Aquí, en las reservas naturales rurales y los campus de oficinas, a donde las familias de clase media han emigrado a lo largo de los años para huir de los arduos traslados, las hipotecas despiadadas y la muy estresante vida urbana, la epidemia ha acabado con el orden social en cuestión de días. Pero, por alguna razón, lo que más altera a Philip es ver todas las iglesias devastadas.

Cada templo que pasan está en peor estado: el centro baptista New Birth Missionary en las afueras de Harmon aún echa humo tras un reciente incendio y los restos quemados de la cruz se elevan hacia los cielos. Dos kilómetros de carretera más adelante, el seminario Luther Rice luce en sus puertas unos carteles garabateados a mano de forma descuidada que avisan a los que pasan por allí de que «el fin está cerca, el arrebatamiento ha llegado y todos vosotros, pecadores, podéis decir adiós para siempre a vuestras vidas de mierda». Cualquiera diría que han asaltado y desmantelado la catedral cristiana Unity Faith para luego mearse en ella. El aparcamiento del templo pentecostal de St. John the Revelator parece un campo de batalla cubierto de cuerpos, muchos de los cuales aún se mueven con el acusador y sonámbulo apetito de los muertos vivientes. ¿Qué clase de Dios permite que pase algo así? Y ya que estamos con el tema: ¿qué clase de Dios permite que un amigo buenazo, inocente y sencillo como Bobby Marsh muera de semejante manera? ¿Qué clase de...?

The Walking Dead: El GobernadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora