Veintitres

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—¿Alguien sabe acaso cómo se llamaban? —pregunta una mujer de unos sesenta y tantos años con raíces canosas en el pelo y las venas del cuello hinchadas de tensión.

Está de pie en el fondo de la sala de reuniones de la primera planta del edificio del juzgado.

La escuchan con preocupación unos treinta vecinos de Woodbury: ancianos del pueblo, cabezas de pequeñas familias, antiguos comerciantes y viajeros que aterrizaron aquí casi por error. Sus abrigos están harapientos y sus botas llenas de barro. Se sientan en un corro de sillas plegables, orientadas hacia el frente de la estrecha sala de reuniones. La estancia tiene un aire como de fin del mundo: el yeso de las paredes desconchado, unas cuantas cafeteras vueltas boca abajo en un rincón, cables pelados por el techo y el entarimado sembrado de basura.

—¿Y eso qué coño importa? —grita el Comandante Gene Gavin desde el frente de la sala. Está flanqueado por sus acólitos, que llevan sus fusiles de asalto M4 en las caderas, como falsos pandilleros. Al Comandante le parece correcto y adecuado presidir esta pequeña reunión municipal, junto al mástil de las banderas de Estados Unidos y el estado de Georgia. Como McArthur cuando tomó Japón o Stonewall Jackson en Bull Run, el Comandante aprovecha la oportunidad para posicionarse finalmente como líder de este miserable pueblo lleno de cobardes y marginados. Con el gesto erguido, el uniforme militar y el corte de pelo marcial, el Comandante lleva semanas aguardando este momento.

Acostumbrado a meter a la gente en cintura, Gavin sabe que necesita respeto para convertirse en líder; y para ser respetado necesita ser temido. Eso es exactamente lo que ponía en práctica con los guerreros aficionados que estaban bajo su mando en Camp Ellenwood. Gavin era instructor de supervivencia en el 221 Batallón de Inteligencia Militar, y acostumbraba a torturar a esos debiluchos cobardes con acampadas al raso hasta Scull Shoals, cagándose en sus petates y castigándolos con manguerazos por la más pequeña infracción. Pero eso podría haber sido hace un millón de años. La situación actual es de «Código Jodido», y Gavin aprovechará toda ocasión para mantenerse al frente.

—Sólo eran un par de tíos nuevos —dice Gavin. Luego, añade una coletilla—. Y una puta de Atlanta.

Un caballero mayor de la primera fila se pone en pie, con las rodillas huesudas temblando.

—Con el debido respeto, esa chica era la hija de Jim Bridges y no era una puta.

Ahora, creo que hablo por todos cuando digo que necesitamos protección, tal vez un toque de queda... que la gente se quede en casa durante la noche. Tal vez podríamos someterlo a votación.

—Cállate, viejo... antes de que te hagas daño —lo interrumpe Gavin mientras le lanza su mirada más amenazante—. Ahora tenemos problemas más serios de los que ocuparnos, como por ejemplo de la maldita convención de mordedores que viene hacia aquí.

El hombre mayor se sienta al tiempo que murmura:

—Todo ese ruido de las carreras... Ésa es la razón por la que los mordedores nos rodean.

Gavin desabrocha la funda del revólver que le cuelga de la cadera y muestra la empuñadura de su calibre 45. Se acerca beligerante hacia el hombre mayor.

—Lo siento, pero no recuerdo haber incluido en el orden del día un turno de palabra para el hogar de jubilados. —Gavin le da golpecitos con el dedo—. Mi consejo es que cierres la puta boca antes de que te metas en líos.

Un chico joven se pone de pie dos sillas más allá de la del hombre mayor.

—Cálmate un poco, Gavin —interviene el chico. Es alto, de tez morena y lleva el pelo recogido bajo un pañuelo. Viste una camiseta sin mangas que revela unos brazos musculados. Sus ojos negros brillan con una viveza callejera—. Esto no es una película de John Wayne, no hace falta que te lo tomes así.

The Walking Dead: El GobernadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora