Catorce

94 1 0
                                    

Philip da un grito ahogado y se despierta del susto. Se incorpora en la cama, y parpadea y guiña los ojos bajo la pálida luz de la mañana. Hay alguien al pie de su cama. No. Dos personas. Ahora las ve. Una alta y otra baja.

—A los buenos días —dice April con la mano alrededor de los hombros de Penny.

—Joder. —Philip se apoya contra el cabecero. Lleva una camiseta y unos pantalones de chándal—. ¿Qué hora es?

—Casi es mediodía.

—La madre de Dios —murmura Philip mientras trata de orientarse. Su silueta nudosa está completamente empapada de sudor frío. Le duele el cuello y la boca le sabe a basura—. No me lo creo.

—Tenemos que enseñarte algo, papá —le dice la niña con los ojos encendidos de entusiasmo. Ver a su hija tan feliz le supone una oleada de alivio que le ayudan a deshacerse de los restos del sueño que pululan por su cerebro enfebrecido.

Se levanta y se viste mientras les dice a ambas que se tranquilicen:

—Dejadme un momento para adecentarme —dice con un gruñido áspero y reseco a causa del whisky, al tiempo que se pasa los dedos por el pelo grasiento.

Lo llevan al tejado. Cuando salen por la puerta de incendios y los reciben el aire fresco y la claridad, Philip recula ante el resplandor. Pese a que el día está nublado y oscuro, él tiene resaca y la luz hace que le vibren los globos oculares. Bizquea mirando hacia el cielo y ve las amenazadoras nubes de tormenta que se agitan y enturbian la zona desde el norte.

—Parece que va a llover —declara.

—Eso está bien —dice April guiñándole un ojo a Penny—. Enséñaselo, cariño.

La pequeña coge la mano de su padre y lo lleva al otro lado del tejado.

—Mira, papá, April y yo hemos hecho un jardín para plantar cosas.

Le muestra un macetero improvisado en el centro del tejado. Philip tarda un momento en darse cuenta de que el jardín está construido a base de carretillas a las que les han quitado las cuatro ruedas para unir las cajas con cinta adhesiva. Hay una capa de quince centímetros de tierra en cada una de las cuatro cavidades y ya han trasplantado a cada contenedor algunos brotes verdes no identificados.

—Esto está muy bien —dice dándole un abrazo a la niña. Mira a April—. Pero que muy bien.

—Ha sido idea de Penny —dice ella con una pequeña llama de orgullo en los ojos. Señala una fila de cubos—. También vamos a recoger la lluvia.

Philip observa embelesado la preciosa y ligeramente magullada cara de April Chalmers, sus ojos del color de la espuma del mar y su cabello rubio ceniciento que descansa sobre el cuello de un enorme jersey trenzado. No puede quitarle los ojos de encima. E incluso mientras Penny empieza a hablar con alegría de todas las cosas que quiere plantar —«plantas de algodón de azúcar, arbustos de chicle»—, Philip no puede evitar extrapolarlo todo: la manera en que April se arrodilla junto a la niña y la escucha con atención con una mano sobre su espalda; el afecto que refleja el rostro de la mujer; la buena relación entre las dos; esa sensación de conexión... Todo sugiere algo más profundo que la mera supervivencia.

Philip apenas puede permitirse pensar en esa palabra, pero aun así surge en ese momento, en ese precipicio ventoso, de repente: «Familia».

—¡Perdonad!

La voz brusca proviene de la puerta de incendios que tienen detrás, al otro lado del tejado. Philip se da la vuelta. Ve a Tara junto a la puerta abierta, con su vestido manchado y una de sus malhumoradas expresiones. Sujeta un cubo. Su rostro de mandíbulas pronunciadas y ojos pintados parece más seco y hosco de lo normal.

The Walking Dead: El GobernadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora