—¿Qué diablos...? —Brian se despierta en la oscuridad de su habitación. A tientas, busca una de las lámparas de queroseno de su mesita de noche, pero vuelca el quinqué y derrama el fluido. Se levanta y se dirige a la ventana. A cada paso siente la gelidez del suelo bajo la planta de los pies descalzos.
La luna brilla sobre el cielo límpido de una fría noche de otoño y rodea todas las figuras del exterior con un luminoso halo plateado. Brian aún oye en algún lugar el repicar de las latas colgadas en la valla de alambre de espino. También percibe los ruidos de los demás, que se despiertan en sus respectivas habitaciones a lo largo del pasillo. Ahora todo el mundo está en pie, alertado por el tintineo de las latas.
Lo más extraño de todo, y lo que hace que Brian se pregunte si no son imaginaciones suyas, es que el estrépito de las latas proviene de todas partes. Se oye el repicar del aluminio tanto en los huertos que hay detrás de la villa como en los que hay delante. Brian estira el cuello para ver mejor justo cuando la puerta de su dormitorio se abre de golpe.
—¡Campeón! ¿Estás despierto? —Philip está desnudo de cintura para arriba, sólo lleva unos vaqueros y las botas de trabajo con los cordones sin atar. Sostiene la vieja escopeta en una mano y en sus ojos abiertos de par en par se intuye la alarma—. Necesitaré que vayas a buscar la horca a la entrada trasera. ¡De prisa!
—¿Hay mordedores?
—¡Tú muévete!
Brian asiente y sale del cuarto a toda velocidad con la mente invadida por el pánico. Sólo lleva puestos unos pantalones de chándal y una camiseta sin mangas.
Mientras se abre paso entre la oscuridad por las estancias de la casa, baja las escaleras y cruza el salón hacia la entrada trasera, percibe movimientos al otro lado de las ventanas, la presencia de otros que los acercan desde el exterior.
Brian coge la horca, que estaba apoyada en la puerta trasera, y vuelve veloz hacia el salón principal.
En ese momento, Philip, Nick e incluso Penny acaban de bajar los escalones. Se dirigen al gran ventanal, que les ofrece una amplia visión del jardín que rodea la casa, la cuesta que lleva al camino adyacente y el extremo del huerto más cercano.
Inmediatamente distinguen unas formas oscuras, a la altura del suelo, que atraviesan la parcela procedentes de tres direcciones distintas.
—¿Eso son coches? —pregunta Nick casi susurrando.
En cuanto sus ojos se adaptan a la tenue luz de la luna, todos se dan cuenta de que, en efecto, se trata de coches que recorren lentamente la finca hacia la villa. Uno sube por las curvas de la cuesta, otro desde el extremo norte del huerto y un tercero proviene del sur; emergen despacio de entre los árboles y se dirigen hacia el camino de grava.
Con una sincronización casi perfecta, de repente todos los vehículos se detiene a una distancia equidistante de la casa. Permanecen así un momento, a unos quince metros. Las lunas tintadas no dejan ver a los ocupantes.
—Esto no es precisamente un comité de bienvenida —murmura Philip. Es el eufemismo de la noche.
De nuevo, con una sincronía casi perfecta, cada par de faros se enciende súbitamente. El efecto resulta bastante dramático, casi teatral, cuando los haces de luz impactan contra las ventanas de la villa y llenan su oscuro interior con una fría luz cromada. Philip está a punto de salir a plantarles cara con la difunta escopeta cuando se oye un ruido estrepitoso que proviene de la parte trasera de la villa.
—Bichito, tú quédate con Brian —le dice Philip a Penny. Entonces clava la mirada en Nick—. Nicky, mira a ver si puedes escabullirte por una ventana lateral, coger el machete y volver. ¿Me sigues?
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The Walking Dead: El Gobernador
TerrorGrimes, Glenn y Michonne, descubren el pueblo de Woodbury cuando buscaban los restos de un helicóptero que se había estrellado. Allí se encuentran con una retorcida combinación de deporte y perversión; como si se tratara de un circo, los muertos viv...