Siete

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Pasan la noche en la oficina acristalada del encargado, encima de la planta principal del almacén de la Georgia Pacific. Utilizan las linternas a pilas y apartan las sillas y las mesas a un lado para extender los sacos de dormir sobre el suelo de linóleo.

El anterior ocupante prácticamente debía de vivir en ese pequeño nido de cuervos de dieciocho metros cuadrados, porque encuentran varios CD, una minicadena estéreo, un microondas, un frigorífico pequeño en cuyo interior la mayoría de la comida está estropeada, cajones llenos de chocolatinas y caramelos, instrucciones de trabajo, botellas de licor medio llenas, suministros de oficina, camisas limpias, cigarrillos, talonarios de cheques y revistas porno.

Philip apenas pronuncia palabra en toda la noche. Se limita a sentarse cerca de la ventana y a contemplar el suelo del almacén mientras echa ocasionalmente un trago de whisky de la botella de medio litro que ha encontrado en el escritorio. Entretanto, Nick se sienta en el suelo, en la esquina opuesta, y lee en silencio una Biblia de la Concordia a la luz de una linterna. Nick presume de llevar consigo el pequeño libro encuadernado en cuero con solapas allá donde va, pero los demás apenas lo han visto leerlo... hasta ahora.

Brian consigue tragar algo de atún y unas pocas galletas saladas e intenta hacer que Penny coma algo, pero la niña no quiere. Parece estar recluyéndose cada vez más en sí misma. Ahora tiene continuamente en los ojos una mirada perdida que a Brian le resulta un tanto catatónica. Más tarde, su tío duerme a su lado mientras Philip dormita sobre la silla con ruedas, al lado de la ventana llena de grasa y cubierta por una verja cuadriculada a través de la cual los pasados encargados escudriñaban en busca de vagos. Es la primera vez que Brian ve a su hermano demasiado consumido por sus propios pensamientos como para dormir cerca de su hija, y eso es algo que no tiene buena pinta.

A la mañana siguiente, los despiertan los ladridos de unos perros desde el exterior. La luz, insulsa y pálida, inunda el interior a través de la claraboya del techo.

Recogen con rapidez. A nadie le apetece tomar el desayuno, así que usan el baño, se cubren los pies con tiritas para evitar que se les formen ampollas y se ponen un par de calcetines extra. Los talones de Brian ya están irritados a causa de los kilómetros que llevan andados y es imposible predecir cuántos más tendrán que recorrer hoy. Todos llevan una muda de ropa de más, pero ninguno tiene la energía necesaria para ponerse algo limpio.

Cuando salen, todos a excepción de Philip estudian la manera de evitar mirar los cuerpos que yacen sobre charcos de sangre en el almacén.

Philip parece motivarse ante la visión de los cadáveres a la luz del día.

Una vez fuera, descubren el origen de los ladridos. Aproximadamente a noventa metros hacia el oeste del almacén hay una manada de perros abandonados, simples chuchos callejeros, que se están peleando por algo rosa y hecho trizas que hay en el suelo. A medida que Philip y los demás se acercan, los perros se van apartando y abandonan el objeto de su interés en el barro. Brian lo identifica cuando pasan a su lado y, en voz baja, le da a Penny la contraseña: «Lejos».

La cosa es un brazo humano amputado que han roído tanto que parece pertenecer a una muñeca de trapo.

—No mires, Bichito —le murmura Philip a su hija, y Brian atrae a Penny hacia él para taparle los ojos a la niña.

Caminan penosamente hacia el oeste. Se mueven en silencio, con pisadas furtivas y cuidadosas, como ladrones que se arrastran bajo el sol de la mañana.

Siguen una carretera llamada Snapfinger Drive, que circula paralela a la interestatal. La serpiente negra se extiende a través de inhóspitas reservas forestales, barrios residenciales abandonados y centros comerciales tomados por asalto. Cuando se mueven por zonas más pobladas, los laterales de la carretera muestran horrores que ninguna niña pequeña debería contemplar jamás.

The Walking Dead: El GobernadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora