Cuatro

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Al día siguiente, bañada por el diáfano sol de otoño, Penny juega en el jardín de atrás bajo la atenta mirada de Brian. Se pasa toda la mañana entretenida mientras los demás hacen inventario y organizan las existencias. Por la tarde, Philip y Nick refuerzan las ventanas del sótano con tablones adicionales y tratan en vano de enchufar la pistola de clavos a la corriente eléctrica. Entretanto Bobby, Brian y Penny juegan a las cartas en el salón.

La proximidad de los muertos vivientes es una constante que subyace tras cada decisión que toman, tras cada acción que emprenden. Pero, de momento, sólo son rezagados que se tropiezan con la valla de la calle y que se marchan dando tumbos.

Casi toda la actividad que se desarrolla tras el bastión de dos metros de Green Briar Lane ha pasado desapercibida para el enjambre.

Esa noche, después de cenar, con las cortinas echadas, ven juntos una película de Jim Carrey en el salón y casi sienten que todo es normal de nuevo. Empiezan a acostumbrarse a la casa. Los golpes que se oyen en la oscuridad de vez en cuando apenas llaman su atención ya. Brian casi ha olvidado al niño de doce años desaparecido y, cuando Penny se va a la cama, los hombres hacen planes a largo plazo.

Discuten las implicaciones de quedarse en el caserón hasta que se acaben los víveres. Tienen provisiones para varias semanas. Nick se pregunta si deberían mandar una avanzadilla a explorar para tantear la situación de la carretera a Atlanta, pero Philip se muestra inflexible en su decisión de quedarse allí.

—Que se coman la pelea los que estén ahí fuera —sugiere Philip.

Nick continúa siguiendo la radio, la televisión e Internet y, al igual que las funciones vitales de un enfermo terminal, los medios de comunicación parecen ir perdiendo los órganos uno a uno. A estas alturas, la mayoría de las emisoras de radio emiten programas pregrabados o información de emergencia inútil. Las cadenas de televisión, al menos las que siguen transmitiendo en los canales básicos del cable, recurren a las alertas automáticas de defensa civil las veinticuatro horas del día, o bien a refritos incongruentes de banales anuncios de teletienda propios de la programación de madrugada.

Al tercer día, Nick se da cuenta de que casi todas las emisoras de radio emiten estática, la mayor parte de los canales de cable se han perdido y se han quedado sin Wi-Fi en la casa. La conexión telefónica a Internet tampoco funciona y todas las llamadas a números de emergencia que Nick intenta a través del teléfono fijo, que hasta el momento sólo ha tenido como resultado escuchar las grabaciones musicales del otro lado de la línea, culminan con la transmisión del clásico «que te jodan» de la compañía telefónica: «El número marcado no está disponible en estos momentos, por favor, vuelva a llamar más tarde».

A última hora de esa mañana, el cielo se encapota.

Por la tarde, una deprimente llovizna helada cae sobre la comunidad y todo el mundo se refugia dentro de la casa tratando de ignorar el hecho de que existe una fina línea entre estar a salvo y ser un prisionero. Exceptuando a Nick, la mayoría están cansados de hablar de Atlanta. La ciudad parece estar ahora más lejos que nunca, como si cuanto más pensaran en los treinta y pocos kilómetros que hay entre Wiltshire y la ciudad, más imposibles de franquear les parecieran.

Esa noche, después de que todos se duerman, Philip se sienta a hacer su silenciosa guardia en el salón, cerca de Penny, que duerme.

La llovizna ha crecido hasta convertirse en una verdadera tormenta con rayos y truenos.

Philip introduce un dedo entre dos láminas de la persiana y echa un vistazo a la oscuridad. A través del hueco ve, por encima de la barricada, las serpenteantes calles laterales y las sombras masivas de los robles, con sus ramas zarandeadas por el viento.

The Walking Dead: El GobernadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora